16

37.2K 1.9K 1.2K
                                    

No podíamos regresar al hospital porque la manada de lobos seguía merodeando por la zona, y pedir ayuda tampoco era una opción ya que no teníamos ningún dispositivo para hacerlo. Tan solo había un teléfono colgado en la pared, pero no estaba conectado a ningún cable.

Así que lo más seguro era pasar la noche en la cabaña y esperar a que amaneciera.

Había tres habitaciones, y una de ellas contaba con una cama de matrimonio. Todos estábamos un poco nerviosos, por lo que nadie quería dormir solo en ese lugar. Pero al final decidí compartir la cama con Lily, que la había notado rara desde que vio a Amelia.

El viento rugía con fuerza ahí fuera, haciendo que las ramas de los árboles golpearan la ventana de la habitación. Hacía rato que ese ruido no me dejaba dormir, de modo que ahora me limitaba a observar el techo.

No podía quitarme de la cabeza la imagen del hombre que habíamos abandonado en el bosque, desangrándose por todas las heridas que tenía en su cuerpo magullado. A estas alturas ya estaría muerto.

Pero, sobre todo, no podía dejar de pensar en Lexi.

En si esos hombres le habrían hecho daño.

Si estaría en un lugar seguro.

Si la volvería a ver.

Me quité de encima la manta que habíamos encontrado en un armario viejo y me puse en pie. Salí con cautela de la habitación, asegurándome de no hacer ruido para no despertar a Lily.

Al entrar al salón, no esperé encontrarme con Amelia. Estaba sentada en la esquina del sofá, con las piernas acurrucadas contra su pecho y la mirada perdida en el vacío. Me pregunté si se habría despertado a mitad de la noche o ni siquiera había hecho el esfuerzo en intentar dormir.

Me senté a su lado, manteniendo una distancia prudente con ella para respetar su espacio.

—¿Tú tampoco puedes dormir? —le pregunté.

Negó con la cabeza de una forma tan sutil que apenas lo noté.

Mis ojos se fijaron en las llamas danzantes de la chimenea que había encendido, proyectando sombras titilantes por todo el comedor y proporcionando un agradable calor. Las llamas bailaban con una mezcla hipnótica de tonos anaranjados y dorados.

—Sé que no quieres hablar del tema, pero necesito saber qué pasó —murmuré, rompiendo el silencio.

Ella no dijo nada. No movió ni un solo músculo como respuesta.

—Hazlo por ellas —insistí, buscando cualquier señal de respuesta en su expresión imperturbable—. Eres la única que puede ayudarlas.

Al mencionar a las chicas, algo se removió en su interior. Vi el esfuerzo en sus ojos por no derramar una lágrima más. Pero resultó inútil, porque vi esa lágrima traicionera deslizándose por su mejilla, salpicada de pecas.

—Ya estábamos volviendo de la excursión cuando ocurrió —habló finalmente—. Nos habíamos detenido unos minutos a la altura del lago para descansar. Habíamos andando durante horas, estábamos agotadas. Ni siquiera los vi venir cuando nos rodearon.

—¿Los lobos?

—Los hombres —corrigió.

El crepitar de las llamas llenó el silencio cuando dejó de hablar.

—No pude verlos bien, porque pasó todo muy deprisa. Sentí que me colocaban una bolsa en la cabeza y todo se volvió oscuridad. No podía ver nada, solo oía los gritos de las otras chicas. —Se estremeció al recordarlo. —Uno de ellos me agarró por detrás, inmovilizándome las manos y obligándome a andar a pesar de no querer.

En la línea de fuego ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora