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Miré a mi alrededor, alarmada. Fue entonces cuando, entre la oscuridad, vislumbré una figura saliendo de la bodega.

Pensé en la posibilidad de que se tratara de Matthew Adams, y no pude dejarlo ir. Me había intentado matar una vez, y él mismo reconoció que no iba a detenerse hasta conseguirlo.

No dudé ni un instante. Corrí tras la figura, atravesando el umbral de la bodega. Me adentré en un pasillo largo que conducía a otra estancia, ahora completamente vacía.

Pensé que se había alejado demasiado y no sería capaz de encontrarlo, pero entonces vi a la figura deslizándose por otro pasillo.

Me detuve un momento para quitarme las alas y ganar agilidad. Hice lo mismo con los tacones, la diadema de la cabeza y los guantes, lanzándolo todo al suelo.

Todo estaba oscuro, no lograba ver nada más que la escasa luminosidad que me proporcionaban las luces de emergencia. Pero no me importó. Solo podía centrarme en alcanzarlo. Necesitaba respuestas, necesitaba saber a quién creía que había matado y por qué demonios creería que lo hice yo.

Al doblar una esquina, me detuve abruptamente al encontrarme con la figura de pie. Estaba de espaldas, contemplando el final del pasillo. Para su mala suerte, había llegado a parar a uno que no tenía salida.

Me acerqué lentamente, tratando de no hacer ruido para pillarlo desprevenido. Pero entonces se giró de golpe hacia mí.

Era una niña.

No debía tener más de diez años. Su cabello largo, castaño y lacio caía en desorden, ocultando la mitad de su pequeño rostro. Su respiración era agitada, y las lágrimas amenazaban con empañar sus ojos grandes y oscuros, revelando el miedo que sentía. Se aferraba a un peluche con fuerza, como si fuera su única fuente de consuelo en medio de esa situación.

—No voy a hacerte daño —le aseguré con una voz dulce, dando un paso hacia ella.

Pero seguía mirándome horrorizada. Estaba muy asustada, tanto que temía que le fuese a dar un ataque en el corazón. Le estaba costando hasta respirar. Tenía que calmarla como fuera.

—Ese peluche es muy bonito —dije en un intento para desviar su atención—. ¿Cómo se llama?

Se creó un silencio tan largo entre nosotras que creí que no llegaría a contestar, pero al final lo hizo con una voz frágil e inocente:

—Pelusín.

Me acerqué un poco más cuando vi que empezaba a ganarme su confianza.

—Pelusín —repetí, asintiendo lentamente—. Me gusta.

Lo observó un momento, satisfecha, antes de regresar la mirada hacia mí. Lo extendió un poco para que lo viera bien. Me pareció adorable ese gesto.

Era un oso bastante poco agraciado. Le faltaba un ojo que había intentado sustituir con un botón, tenía un brazo descosido y las costuras estaban deshilachadas, dejando al descubierto pequeñas partes del relleno de algodón en su interior. Pero no iba a admitirlo delante de ella, claro.

—¿Y cómo te llamas tú?

Ella se secó las lágrimas que habían caído de sus ojos con una de sus manitas.

—Renata.

—Es un nombre muy bonito también. Yo soy Clarke.

—¿Clarke? —repitió.

Me miró de arriba a abajo, frunciendo el ceño.

—¿No te gusta?

De pronto, parecía bastante confundida. Se limitó a encogerse de hombros.

En la línea de fuego ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora