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El regreso a casa fue una experiencia agridulce, dolorosa y reconfortante a partes iguales.

Después de tanto tiempo anhelando este momento, por fin podía decir que había vuelto a mi hogar, a lo que solía ser mi vida normal. Y estaba agradecida por ello. Solo que las cosas ya no eran como antes, y dudaba que algún día volvieran a serlo.

Abrir la puerta y encontrarme la casa vacía fue como si me precipitara en un abismo oscuro y angustioso, llevándome a un vacío existencial que no puedo explicar con palabras. No recordaba mi hogar así. Sin mi padre parecía más oscuro y silencioso. ¿Es eso posible? ¿Las personas pueden llegar a tener este efecto en los lugares? Cerré los ojos y traté de aferrarme a recuerdos felices, pero la realidad se imponía cruelmente.

Me dirigí hacia la vitrina, donde solía guardar mi colección de vinos, y seleccioné una de las botellas que estaban alineadas meticulosamente. Nada más retirar el corcho, un aroma embriagador llenó el aire. Cogí una copa de cristal reluciente y rellené una buena cantidad de vino en ella.

No pude resistirme al destello luminoso que se colaba entre las cortinas blancas, bañándolas en una paleta de naranjas y rosas. Me acerqué a la ventana y aparté suavemente la tela, cautivada por el esplendoroso amanecer que se extendía más allá de las colinas del pueblo. Una tenue sonrisa se esbozó en mis labios, pues era tal y como imaginé. Al menos eso no había cambiado.

Levanté la copa a la luz, admirando cómo los reflejos dorados danzaban en el líquido carmesí, antes de llevarla a mis labios. Cerré los ojos, permitiéndome que inundara mi paladar y saboreara cada matiz, dejando que el amargor del vino mezclado con la dulce melancolía envolviera mi alma.

Había pasado mucho tiempo desde que me permití disfrutar de algo tan sencillo como saborear una copa de vino. Siempre me abstuve de hacerlo para mantenerme como un buen ejemplo ante mi padre. Pero ahí estaba yo, dispuesta a beberme hasta lo que hiciese falta con tal de dejar de pensar en... bueno, simplemente dejar de pensar.

Salí de la cocina y rodeé la mesa del comedor en busca de algo que pudiera llenar ese denso silencio que envolvía la casa. Esa era otra cosa de la que no me acostumbraría. Antes de que mi padre enfermara, solía pasar la mayor parte del tiempo fuera, trabajando incansablemente para pagar las facturas y cubrir nuestras necesidades. Pero cuando ambos estábamos en casa, el silencio simplemente no existía entre nosotros. Nuestros días se tejían con risas, conversaciones que fluían sin esfuerzo y, en ocasiones especiales, nos atrevíamos a bailar en la sala al son de su música favorita.

Mis dedos se deslizaron sobre los lomos de los vinilos, sintiendo la textura familiar de cada uno de ellos. Entre los discos, reconocí algunos de los favoritos de mi padre: Pink Floyd, The Beatles, Led Zeppelin...

Pero había uno en especial que despertaba algo en mi interior cada vez que lo escuchaba. Con cuidado, coloqué el vinilo que había elegido en el tocadiscos y dejé que la aguja descendiera con un suave crujido. Pronto, la voz envolvente de Lana del Rey fue lo único que se escuchó en el comedor.

Me dejé caer en el sofá, sentándome en el mismo rincón que solía ocupar mi padre. Ese era su lugar preferido, donde pasaba la mayor parte del tiempo. Con un suspiro, me recosté suavemente contra el respaldo y comencé a darle largos sorbos a la copa.

Se escucharon varias canciones en secuencia, una tras otra, hasta que sonó esa canción. «Happiness is a butterfly». A pesar de ser la favorita de mi padre y mía, mi mente divagó irremediablemente hacia Nolan. Sentí un profundo resentimiento hacia él por haberme arrebatado ese momento que siempre había considerado que era nuestro, un vínculo especial que ahora se veía empañado por la presencia de alguien más.

En la línea de fuego ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora