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—¿Qué nota, Clarke? —insistió al ver que me había quedado en blanco.

—Pensé que tú... —Sacudí la cabeza—. No importa.

Estaba convencida de que tenía varias preguntas en mente, pero se las guardó para otro momento al escuchar unos murmullos procedentes del pasillo por el que se llegaba a la sala donde estábamos.

Nos miramos a la vez, alarmadas.

—Escóndete en el despacho, rápido —dictaminó—. Yo los distraeré.

No tenía otra alternativa, así que entré de nuevo y cerré la puerta, quedándome detrás de ella.

Beth comenzó a tararear una canción de su grupo musical favorito mientras yo me mantenía en completo silencio.

—¡Anda, pero si son los personajes de cómics! —exclamó ella.

—¿Qué haces aquí? —reconocí la voz del grandullón.

—Es que no tengo nada mejor que hacer a las dos de la madrugada que ponerme a limpiar todo el hospital —objetó con sarcasmo—. ¿Tú que crees? Estoy cumpliendo el castigo de nuestra queridísima directora.

—No puedes estar cerca de su despacho.

—¿Es que guarda el Santo Grial ahí dentro o algo así?

—Largo. Ahora.

—Vale, vale. No seas tan cascarrabias, Gordolix.

—¡Deja de llamarme así!

El sonido de las ruedas del carro de limpieza deslizándose por el suelo llegó a mis oídos, pero luego, todo se quedó en un extraño silencio. Había escuchado a Beth irse, pero no a los otros dos.

Oh, no.

Cuando comprendí las intenciones que tenían, me separé de la puerta. Justo en ese momento escuché el característico click al pasar la tarjeta por el lector. Llegué a tiempo para deslizarme por el suelo y esconderme debajo del escritorio.

Se quedaron en el umbral de la puerta, revisando con las linternas el interior del despacho, supuestamente vacío.

—No hay nadie, vamos —dijo el delgaducho en voz baja.

—Espera.

Sus pasos empezaron a resonar. Permanecí completamente quieta, casi sin respirar. Pegué mis rodillas lo máximo que pude contra mi pecho cuando uno de ellos, el delgaducho, se acercó peligrosamente a mi escondite.

Los pasos se detuvieron justo delante del escritorio, tan cerca que sus botas por poco chocaron con mis bambas. Mi corazón latía con tanta fuerza que temí que se escuchara entre el silencio abrumador. Traté de no moverme ni un centímetro cuando se apoyó en la mesa.

El grandullón se aproximó al ventanal que ofrecía unas vistas del oscuro y sombrío bosque que nos rodeaba. Se quedó unos instantes quieto, con aire pensativo.

—¿Sabías que dicen que este hospital está maldito?

—¿M-maldito? —repitió el delgaducho.

Asintió con la cabeza.

—A veces, cuando estoy solo en el turno de noche, siento como si alguien estuviera observándome.

Fruncí el ceño. Yo también había experimentado esa sensación desde que llegué al hospital.

—Algunos afirman haber visto cosas inexplicables en este lugar —prosiguió—. Sillas de ruedas que empiezan a desplazarse como si alguien las estuviese empujando, libros que caen solos de las estanterías, y puertas que se abren y se cierran sin razón.

En la línea de fuego ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora