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Beth, la responsable de que al final terminara sentada en un taxi de camino a una discoteca, estaba a mi lado, junto a la otra ventanilla, disfrutando de las mismas vistas que yo.

Las luces de la ciudad de Washington se deslizaban como estrellas fugaces más allá de la ventana. Hacía rato que habíamos dejado el pueblo atrás con la intención de sumergirnos en el bullicio nocturno de la ciudad.

Las últimas horas antes de marcharnos se alargaron tanto que nos faltó poco por no salir esa noche. Al ser un plan improvisado, Beth no había venido preparada para la ocasión, así que me ofrecí a prestarle algo. Pero cuando empecé a sacar ropa de mi armario, fue todo un desafío encontrar algo que realmente le gustara.

Casi entró en pánico al ver que solo le ofrecía vestidos y faldas. Su expresión fue un cuadro viviente de horror ante la sola idea de vestir algo que pudiera revelar más de lo que ella estaba dispuesta a compartir. Por lo que finalmente optó por un sofisticado pantalón acampanado.

No es que se sintiera muy cómoda con ellos, de hecho no paraba de repetir que solo le faltaba una peluca afro y unas gafas de sol enormes para parecer una estrella de los años sesenta. Pero al menos así nos asegurábamos de que el atuendo no fuera un impedimento para poder entrar.

La verdad es que las botas negras que seleccioné para ella, en combinación con el pantalón y el top que escogió del mismo color, le favorecían extraordinariamente. Todo el conjunto armonizaba a la perfección con su cabello oscuro, que había decidido llevar suelto, cayendo con naturalidad hasta los hombros.

Por mi parte, había optado por un vestido que rara vez encontraba la oportunidad de sacar de mi armario. Era un vestido de seda azul celeste, que complementaba a la perfección con el color de mis ojos. O eso me decía mi padre cada vez que lo veía en mi armario.

Su corte era elegante pero sutil, con una caída que se ajustaba delicadamente alrededor de mi cintura antes de fluir libremente hacia abajo, terminando justo por encima de las rodillas. La tela capturaba la luz de manera exquisita, brillando con un lustre tenue cada vez que el taxi pasaba bajo las luces de la calle.

Al igual que Beth, yo también decidí dejar mi cabello suelto esa noche, cayendo en suaves ondas hasta casi alcanzar mis caderas.

Lo cierto es que estaba muy contenta de cómo había quedado mi look final. Hacía demasiado tiempo que no dedicaba un poco de tiempo en mí, en verme y sentirme bien.

Lo que comenzó a parecerme un grave error fue la elección de esos malditos tacones. Aunque eran estéticamente hermosos, con delicados cordones blancos que se enredaban alrededor de mis tobillos, resultaban ser tan bellos como implacablemente incómodos. Ni siquiera había salido del taxi y ya me estaba planteando liberar mis pies de esa tortura e ir descalza.

Era la primera vez que salía no solo del pueblo, sino de casa. Me costaba una barbaridad encontrar cualquier excusa para salir, pues era el único lugar en el que nadie me juzgaba.

Los ciudadanos terminaron enterándose por la propia policía, y eso incluía a Landon y Lexi, que el día del incendio me escapé con el temido asesino Nolan Jenkins. Una parte de mí me dolía que ni siquiera hubiesen tratado de negarlo, pero la realidad es que demasiada gente lo había presenciado como para que sirviera de algo.

Y ahora todo el mundo sospechaba de mí.

Durante esos tres largos meses, tuve que soportar miradas llenas de reproche en cada lugar al que iba. Incluso una mañana, al despertarme, me encontré con un graffiti ofensivo en mi puerta en el que habían escrito "quién defiende al diablo, arderá en el mismo infierno". Fue Steve quien me avisó, cuando iba a entregarme el periódico.

En la línea de fuego ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora