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—Entonces, ¿cuál es el plan?

Se lo repetí una vez más:

—Vamos al almacén, buscamos un móvil que nos sirva y llamamos a la policía. Con suerte, en un par de horas ya estarán aquí y todo habrá acabado.

—¿Y cómo llegamos al almacén?

—Hay que encontrar un conducto de ventilación. Llevo tiempo usándolos para moverme por el psiquiátrico sin ser detectada.

La expresión de Amelia pasó de la confusión a la incredulidad total.

—Que tú... ¿qué?

—Ahora no importa. —Me asomé con cuidado al pasillo, que estaba despejado—. No hay nadie, vamos.

Amelia pareció tener una lucha interna sobre si seguirme o quedarse en donde estaba, pero finalmente me siguió y caminó a mi lado.

—¿Por qué no vamos directamente a la directora y se lo explicamos todo?

—Porque no es de fiar —respondí con simpleza.

Sus ojos se estrecharon, esperando una explicación más detallada.

—¿De verdad crees que la directora no sabe que hay un laboratorio en su propio psiquiátrico? Llevo tiempo pensándolo —añadí—, pero cada vez estoy más segura de que este psiquiátrico no es lo que parece. Esas balas que has visto no son normales, son sedantes. Y no unos cualquiera, porque jamás había visto algo similar. Y esas personas a las que hemos visto en el pasillo las tienen retenidas ilegalmente. Todo lo que hacen en este lugar va contra la voluntad de las personas, así que básicamente estamos en peligro. Y no solo nosotras, sino todos los pacientes de este hospital.

Amelia me sostuvo la mirada seriamente, dándose cuenta de la gravedad de la situación.

—¿Y cómo sabes que son sedantes?

Tragué saliva con fuerza, intentando deshacer el nudo que ya amenazaba con ahogarme.

—Un día vi cómo... cómo una de esas balas alcanzaba a una chica que conocí en este lugar. Pensé que había muerto. Lo estuve pensando durante semanas. Y luego... luego me la encontré en una cafetería pidiendo un maldito chocolate caliente. —Emití una risa sarcástica, pensando en lo surrealista que sonaba—. Comencé a creer que me estaba volviendo loca, que todo lo que vi... no era real. Pero había algo que no cuadraba. La chica era la misma, pero de algún modo había algo en ella que había cambiado. No recordaba nada de lo que pasó.

—¿Insinuas que están utilizando esas balas para borrar los recuerdos de las personas?

—Ni siquiera sé si existe tal cosa, pero es una opción —respondí—. Tal vez todo lo que vimos aquella noche es real, y ellos no querían que lo descubriéramos.

—¿Qué visteis?

—Parecía un laboratorio.

—¿Aquí? ¿En el psiquiátrico?

—Sí. Está oculto en los sótanos.

—Vale, definitivamente hay que llamar a la policía —murmuró—. Pero, aún así, ¿cómo van a creernos si no tenemos pruebas de nada?

—No harán falta.

Antes de que pudiese decir nada al respecto, agregué:

—Llamaremos a un amigo que es policía. Y él va a creerme sin pruebas, porque me prometió que, si pasaba cualquier cosa, me sacaría de aquí. Y ha llegado el momento.

* * *

Bajamos del conducto despacio y comenzamos a avanzar por el almacén a paso silencioso.

En la línea de fuego ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora