7°- La caída del Rey Guerrero

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El Gran Alfa y el futuro Rey de Pólux caminaba por entre las tiendas de guerra de sus hombres, como una sombra que causaba terror a donde iba

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El Gran Alfa y el futuro Rey de Pólux caminaba por entre las tiendas de guerra de sus hombres, como una sombra que causaba terror a donde iba.  El aroma a metal y sangre bañaba el lugar.

Estaban listos.

La guerra había iniciado hacía años, pero hoy sería el día en que Gerard Way haría caer a sus enemigos. 

Aún era temprano, el sol apenas comenzaba a salir, los hombres se arremolinaban junto a las llamas de las hogueras encendidas. Vio a su hermano venir a él, su armadura totalmente negra, desde las botas hasta la pesada capa lo hacían ver como una obscuridad letal, su olor a madera se regaba fuerte a su alrededor. Su beta, su ejecutor, su mano derecha. Se saludaron cruzando sus antebrazos, rodeando el codo del otro con la mano, en un gesto que para muchos podría ser distante, sin embargo, para ellos lo significaba todo.

Sin hablar más, retomaron el camino ahora juntos, hasta el fondo del campo de campaña donde se alzaba la carpa del futuro rey, justo junto a la orilla del bosque Sagrado, aquel donde ningún lobo osaría meter sus patas y mancillar la tierra donde la Diosa de la luna y el Dios del sol bajaron a crear a sus criaturas, ahí donde la Madre, decidió crear a sus lobos.

—Todo está listo —confirmó su hermano, el alfa asintió serio. Era momento y sabía que, si podía confiar en alguien, era Michael.

Pasó la pesada cota de malla por su cabeza, estaba hecha a su medida, sin embargo, aquel día sentía que le pesaba más que nunca.  Ajusto el cinturón y los guantes de cuero negro, luego se miró en el pedazo de metal pulido que su hermano le detenía. Tomó tintura roja e hizo un trazo de una línea vertical, justo de la mitad de su labio inferior a su mentón, la marca de guerra de los reyes, solo era permitido que los miembros de la casa real la portaran en los tiempos de guerra y era un masaje claro, asemejaba la sangre de los enemigos a la corona. 

Michael le ayudó a pasar por sobre sus hombros la capa rojiza, en la espalda llevaba bordado, en plata, un imponente lobo gris sentado sobre una cuneta que asemejaba una luna menguante.

No se dieron más palabras, afuera, sus mozos los esperaban con las riendas de sus caballos listas. Montaron y se acercaron al rey Richard, su tío, colocándose solo a unos cuantos pasos tras de él, respaldándolo.

El paisaje era increíble, el sol salía con fuerza atrás de ellos augurando un día caluroso de finales de verano. El terreno bajaba por una cuesta, frente a ellos el inicio del bosque milenario, justo a la entrada se alzaba un único arco de piedras meticulosamente colocadas. El príncipe pelinegro se dio tiempo de preguntarse si sería resultado de un capricho de la naturaleza o si la mano divina de algún artesano habría creado tan significativo monumento. 

Su libre pensamiento fue interrumpido cuando un olor dulce golpeó sus fosas nasales y sus papilas gustativas, era el aroma más increíble que él podría sentir, miel y almendras. Su caballo dio un par de trotes sintiendo la ansiedad del jinete, pero lo controló sin problemas. El aroma se volvió más intenso, entonces lo vio. De entre la maleza y los gigantes árboles, tan altos que parecía que detenían la bóveda del cielo, comenzaron a aparecer pequeñas criaturas, humanos de un tamaño mucho más pequeño que el lobo más joven y poco desarrollado que acompañaba al Rey Richard aquella mañana.

FRERARDTOBER 2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora