Capítulo 8 - Gena

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—Mamá. —La llamé desde el borde de la piscina y ella, sentada sobre una de las tumbonas y con un libro en las manos, bajó la cabeza para mirarme por encima de las gafas de sol—. Deberías meterte, el agua está buenísima —dije y no mentía. El sol calentaba en lo alto y la piscina estaba perfecta de temperatura.

—Hum, no, hija. No me apetece mucho meterme en el agua ahora —contestó, pero yo sabía que no quería quitarse el pareo por vergüenza. No le gustaba su cuerpo, se veía gorda y nada hermosa, cuando yo solo podía ver ante mí a la mujer más bella de la tierra. Ojalá me pareciese más a ella. Esos complejos absurdos que, gracias a mi padre, se habían instalado en ella y no le permitían disfrutar de su madurez como se merecía.

Unas risas llamaron nuestra atención y las dos miramos hacia las escaleras de acceso a la casa. Las figuras de papá y Jason aparecieron al poco, iban cargando con un arsenal de bolsas de papel. De una de ellas adiviné unas pinzas para barbacoa y fruncí el ceño. Miré con intriga a ambos.

—¿Es que vamos a hacer un asado? —quise saber.

—Así es —contestó mi padre.

Resoplé, miré a mamá y dije:

—Prepara el extintor otra vez y avisa a los bomberos, por si acaso. —Ella se carcajeó, sabía muy bien por qué lo decía. La última vez que papá intentó hacer una barbacoa, casi quemó la casa entera.

—¿Qué te dije? —comentó él, mirando a Jason, que me observaba divertido y aguantando la risa como buenamente podía.

—Bueno, para eso estoy yo aquí. No hace falta que llaméis a nadie —dijo y me guiñó un ojo cómplice que hizo que todo mi cuerpo tiritase dentro del agua, pero no de frío.

Me solté del borde de la piscina y me hundí hasta el fondo para enfriar mis pensamientos turbios. Luego, salí a la superficie y me estiré en el agua para flotar como si de un corcho se tratase. Observé a mis padres hablar con Jason y ayudarlo a preparar las mesas. Esparcieron la comida y mi padrino se puso manos a la obra.

Lo vi maniobrar todo con absoluta soltura y recordé lo bien que se le daba la cocina. De hecho, él era el que se encargaba siempre de las barbacoas cuando las hacíamos aquí. Fueron unos años muy felices que atesoro con cariño.

Colocó sobre la rejilla varios pimientos, que aplastó con la espátula, y un puñado de espárragos trigueros. Me encantaban esas condenadas verduras y estaba segura de que Jason las había comprado para mí. Seguí nadando un poco más hasta que decidí salir del agua y acercarme a la barbacoa.

Caminé contoneando mi cuerpo hacia ese hombre que manejaba los utensilios de cocina con suma destreza. Él me miró de soslayo y sonrió.

—¿Vienes a ayudarme, bollito? —preguntó tras levantar la tapa de la cocina.

Me apoyé a un lado de la piedra, para no quemar mi trasero con el calor del fuego, y le mostré mi sonrisa más pícara y sensual. No dijo nada, salvo recorrer mi cuerpo mojado con la mirada. Se volvió hacia la parrilla y cogió un trozo de triguero que me tendió. Pensé en cogerlo con la mano, pero opté por acercar mi cara y tomarlo con la boca. Mis labios rozaron sus dedos y mi lengua también. Vi cómo sus ojos se oscurecían de nuevo y el verdor que bordeaba el iris pareció prenderse en llamas. Y eso me hizo arder a mí porque ese cambio significaba deseo.

Jason no retiró los dedos de mi boca, se quedó ahí, con la mirada fija en mí, y lo vi tragar saliva. Luego, con el pulgar, acarició mis labios de forma sensual y juraría que hasta soltó un quejido, pero las voces de mis padres en las escaleras rompió la magia por completo. Retiró la mano a gran velocidad y prosiguió con su trabajo.

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