Segundo día consecutivo de lluvia. Clara terminó de atender la última mesa, caminó detrás del recibidor, se quitó el delantal y saludó a su compañera. Lola cubría algunos turnos a la semana. Así Clara podía tomar un descanso. Desde que la inflación se había ido por las nubes y los precios se habían vuelto una locura, el señor Di Stefano tuvo que despedir a casi todos sus empleados. El número se redujo a tres: Clara y Lola, que se ocupaban de la clientela y Dante, que manejaba la cocina. No era sencillo llevar adelante una cafetería. Había clientes de todo tipo, no era nada fácil lidiar con ellos. Sobre todo durante la semana, cuando -la mayoría hombres- malhumorados salían de sus trabajos y tomaban unas copas para distenderse. Los hombres, en especial adultos rozando la vejez, solían ponerse complicados. Ya sea por las exigencias, por los chistes de mal gusto o por las miradas lascivas hacia las camareras. En base a eso, Di Stefano se quedó con las empleadas que rendían mejor. Lola, con su carácter fuerte y su firmeza, sabía poner límites. Clara, en cambio, de carácter más dócil y amable, sabía contenerse cuando algún tipo se sobrepasaba. Siempre sonreía. Se le daba bien desplazar sus sentimientos. Oprimirlos como si no fueran importantes. Y fingía.
A la salida de la Biblioteca Café, Clara se detuvo para cerrarse la chaqueta y colocar el capuchón. Emprendió a caminar en sentido contrario a los autos. Tenía prisa. Esa tarde quería llegar a tiempo a ese taller literario que tanto le gustaba.
Un vehículo se detuvo a una orilla de su lado. La ventanilla descendió rápido.
—¿Clara? —dirigió la mirada hacia el hombre que pronuncia su nombre. Era Luca.
—Ey —respondió extrañada—. ¿Qué haces por aquí?
—Recién salgo de trabajar. ¿Quieres subir? Te llevo a tu casa.
—No voy a casa.
—A donde sea que vayas —sugirió.
Clara echó un vistazo al tormentoso día. Después, regresó hacia Luca y su modesto vehículo. Dudó. No estaba segura de meterse al auto de un casi desconocido. Solo lo había visto una vez. Él le había dicho que tenía una hermosa sonrisa, eso no lo podía olvidar.
—No hace falta. En realidad es por acá cerca —aseguró—. Me tengo que ir.
—De acuerdo. Adiós.
Caminó con más prisa. Sin embargo, se perdió en sus pensamientos. Él tenía algo magnético. Se preguntó si era la clase de hombre que acostumbraba a obtener todo lo que quería. Era atractivo y encantador, seguramente conseguía a cualquier mujer con facilidad. De su edad e incluso más jóvenes.
El vehículo que frenó de repente la sacó de sus pensamientos. La parte delantera rozó sus piernas, provocando que cayera. El morral que llevaba colgado en un hombro se abrió, libros y cuadernos se desparramaron a su alrededor.
—¿Eres estúpida? ¡Ten más cuidado! ¡Podría haberte matado!
—Lo siento —trató de incorporarse—. No lo vi. Juro que no lo vi.
—Eso es porque seguramente venías mirando el maldito móvil —el conductor, fuera del auto, siguió gritando.
En ese instante, la mente de Clara se volvió un espacio en blanco. El hombre seguía exclamando barbaridades, pero ella no conseguía reaccionar. Se sentía tan culpable. Realmente una tonta. Asustada. Se sentó como pudo, percibió sus manos sucias, su cuerpo húmedo. Entonces, contempló a Luca abrirse paso entre el gentío a través de la acera. Él caminaba con prisa hacia ella.
—Ey, no le grites —ordenó al furioso conductor—. Está asustada, acaba de sufrir un accidente.
—Sí, pero que la próxima vez tenga más cuidado. ¿Cómo va a cruzar sin mirar la calle? —cuestionó.
—Bueno, ya está —Luca trató de calmar las aguas—. Puedes irte, yo me ocupo. Clara, ¿estás bien? Tranquila, no lo escuches. Es una bestia —murmuró a la chica, mientras le acomodaba el cabello detrás de las orejas—. ¿Te lastimaste?
—La rodilla —Clara contestó al borde del llanto. El cancán negro que llevaba bajo la falda de corderoy color maiz, se había roto. La piel de su rodilla sangraba. Se había hecho un gran raspón—. Me duele.
—¿La podés mover? —preguntó. Posó una mano con suavidad sobre la articulación para chequearla.
—Sí.
—Está bien. No pasa nada —le proporcionó una sonrisa tranquilizadora—. ¿Sabes lo que haremos? Voy a recoger tus cosas, después vamos al auto y te llevo a ver a un médico. ¿De acuerdo?
Clara asintió, tragando saliva. Tenía un nudo en la garganta y aún no se recuperaba del susto, pero la manera en la que él se ocupó, logró traerle algo de calma. Le gustó como enseguida tomó el control y supo qué hacer. Lo agradeció. De lo contrario, ella hubiera seguido paralizada. Tras recoger cada una de las cosas, Luca se colgó el morral en su hombro. Cuidadoso, levantó a Clara con delicadeza y la sostuvo de la cintura el resto del camino hasta el auto. Él era alto. Había una diferencia de tamaños físicos notoria.
—No quiero ir al hospital —expresó cuando la presión en su garganta disminuyó—. No me gustan.
—Estás lastimada, Clara.
—Es una tontería. Mejor llévame de vuelta al café. Tenemos un botiquín de primeros auxilios. Me quedaré ahí hasta sentirme mejor —no quería ir a un hospital. Tampoco quería ir a casa. No vivía en el ambiente más tranquilo del mundo. Todo lo contrario. Ir a casa solo la lograría inquietar más.
—No. ¿Sabes qué? Podemos ir a mi casa. También tengo un botiquín. Y cuando te sientas mejor te llevo a donde quieras. ¿Sí? ¿Confías en mí?
Clara asintió.
—Bueno, está bien. Vamos a tu casa.
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Tú y yo, para siempre.
RomanceDieciséis años de diferencia son insignificantes cuando dos mundos están destinados a colisionar. ♡♡♡ Luca perdió la fe. Clara está repleta de optimismo. Él, abatido por su pasado, dedica su vida al trabajo. Ella, asfixiada por su presente, se refu...