Capitulo 3

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—Mariana, ¿dónde estabas? —preguntó la voz de un muchacho a través de la oscuridad despertándola con brusquedad—. Te hemos estado buscando por todas partes. ¡Estoy harto! Se supone que tenías que reunirte con nosotros hace dos horas delante del almacén y en lugar de acudir allí vas y desapareces. ¡Tienes suerte de que te haya encontrado yo en lugar de Peter! Él está que se sube por las paredes, te lo digo en serio.

Lali levantó su fláccida mano hasta sus cejas y abrió los ojos. Un pequeño grupo de personas se apelotonaba a su alrededor y la intensa luz del sol le taladraba el cerebro. Las sienes le palpitaban con fuerza y tenía el peor dolor de cabeza que había experimentado nunca. Además, el monólogo impaciente del muchacho no ayudaba en absoluto a mejorar su estado. Deseó que alguien lo hiciera callar.

—¿Qué ha ocurrido? —masculló Lali.

—Te has desmayado justo delante de la tabaquería —declaró el muchacho con indignación.

—Yo... me siento mareada. Tengo calor...

—No utilices el sol como excusa. ¡Típico de las chicas, desmayarse cuando tienen problemas! Así los demás sienten lástima por ellas. No finjas conmigo. Reconozco un desmayo auténtico cuando lo veo y el tuyo es una mala imitación.

Lali abrió mucho los ojos y lanzó al muchacho una mirada iracunda.

—Eres el chico más maleducado que he conocido nunca. Debería contárselo a tus padres. ¿Dónde está tu madre?

—Mi madre también es la tuya y está en casa, cabeza de chorlito.

El muchacho, que debía tener unos trece o catorce años, la cogió del brazo con una fuerza inusitada e intentó ponerla en pie.

—¿Quién te crees que eres? —exclamó Lali mientras se resistía a los intentos del muchacho por incorporarla y se preguntaba por qué las personas que los miraban boquiabiertas no hacían nada para impedir el acoso del muchacho.

—Tu hermano Stéfano, ¿te acuerdas? —contestó él con sarcasmo, y tiró del brazo de Lali hasta que ella se incorporó.

Lali lo miró sobresaltada. ¡Qué idea tan absurda! ¿Se trataba de una broma o estaba loco? Aquel muchacho era un completo desconocido para ella, aunque su aspecto le resultaba extrañamente familiar. Lali, sorprendida, llegó a la conclusión de que lo había visto antes. El muchacho era más alto que ella, de extremidades robustas, y despedía la típica energía incontenible de un adolescente. Stéfano, si era así como se llamaba, era guapo, de pelo castaño claro y resplandeciente y vivos ojos marrones. El contorno de su cara, la curvatura de su boca, la forma de su cabeza... le resultaban familiares.


—Te... te pareces a mí—balbuceó ella, y él resopló.

—Sí, ésa es mi mala suerte. Vamos. Tenemos que irnos.

—Pero... Alelí... —empezó Lali y, a pesar de su desconcierto, los ojos le escocieron al recordar su dolor—. ¡Alelí...!

—¿De qué estás hablando? Alelí está en casa. ¿Por qué lloras? —La voz del muchacho se suavizó de inmediato—. Mariana, no llores. Yo me encargaré de Peter, si es esto lo que te preocupa. Tiene toda la razón del mundo para estar enfadado, pero no permitiré que te grite. . .

Mientras oía sus palabras solo a medias, Lali se volvió, contempló el final de la calle y se preguntó cómo había llegado al centro de la ciudad desde el porche delantero de su casa. Entonces su corazón pareció detenerse y el dolor por la muerte de Alelí se vio amortiguado por una gran impresión. Su casa no estaba. La casa en la que Alelí la había criado había desaparecido y, en su lugar, sólo había un espacio vacío.

Dame esta noche Donde viven las historias. Descúbrelo ahora