Capitulo 35

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Le dieron a Candela suficiente láudano para que no sintiera dolor, aunque seguía siendo consciente de lo que ocurría. Los meses pasados, meses llenos de incomodidades, alegría y espera, estaban llegando a un abrupto final. Lali sabía que el dolor físico de Cande no se podía comparar con la angustia emocional de saber que estaba perdiendo al bebé. Agustín tardó casi cuatro horas en encontrar al doctor Haskin, quien estaba atendiendo a otro paciente, y llevarlo al rancho. Lali sufrió todos y cada uno de los minutos de aquellas cuatro horas y maldijo en silencio al doctor por no estar allí.

Emilia estuvo todo el tiempo sentada junto a la cama de Candela, con actitud tranquila, aunque con expresión perdida, y contestaba con lentitud a las preguntas que le formulaban o permanecía en silencio. De una forma instintiva, Candela se volvía a Lali en busca de ayuda, le apretaba la mano cuando tenía dolores y le pedía que hablara cuando necesitaba distracción. Lali trabajó sin descanso para mantenerla lo más cómoda posible. Le secaba el sudor de la cara, reorganizaba el montón de almohadas cuando le dolía la espalda y le cambiaba las toallas que había colocado debajo de su pelvis.

Lali sólo era vagamente consciente de lo que ocurría fuera de la pequeña habitación de Candela. Sabía que hacía mucho rato que el sheriff había llegado y que Peter lo había acompañado al dormitorio de Nicolás. Sabía que personas desconocidas subían y bajaban las escaleras y oía voces masculinas en el exterior conforme los habitantes del rancho se transmitían la noticia del asesinato de Nicolás Espósito.

Por fin, Stéfano llamó a la puerta para avisar de la llegada del doctor. Lali, cansada e ignorando las manchas de sangre de su vestido y su pelo despeinado y recogido con precipitación en una coleta, bajó las escaleras para recibirlo. Cuando vio al doctor Haskin dio un brinco de sobresalto. Ella esperaba a un anciano con el pelo plateado y el rostro y la comisura exterior de los ojos arrugados. Esperaba a un anciano de hombros delgados y algo encorvado, a un hombre que arrastraba ligeramente los pies al caminar. Así era el doctor Haskin que ella conocía de toda la vida.

Sin embargo, el hombre que estaba frente a ella era joven, fornido, de pelo negro y sólo uno o dos años mayor que Candela. Sus facciones reflejaban fortaleza y su mirada era clara y directa, aunque tenía las mismas cejas pobladas que el doctor Haskin que ella conocía y la misma sonrisa reconfortante. Lali esperaba que le preguntara acerca de la salud de su tía Alelí, hasta que recordó que Alelí ya no era su tía.

—Doctor Haskin —balbuceó Lali.

El esbozó una leve sonrisa y empezaron a subir las escaleras.

—Hacía mucho tiempo que no la veía, señorita Mariana. Al menos uno o dos años. —«¿Qué tal cincuenta?», quiso decir Lali, pero se contuvo—. Agustín no me ha contado gran cosa sobre lo que le ocurre a su hermana —continuó el doctor, y su voz sonó tan calmada que para Lali constituyó una bendición y deseó llorar de alivio al saber que contaba con alguien que sabía lo que se tenía que hacer—. ¿Está de parto?

—Ya ha tenido al bebé —soltó Lali—. Ha nacido muerto, pero la placenta no ha salido.



—¿No ha salido nada o ha salido algún pedazo?

—Creo que no ha salido nada —contestó Lali, y al sentir un leve mareo, se agarró con fuerza a la barandilla de la escalera.

El doctor Haskin apoyó una mano en su hombro para estabilizarla.

—¿Por qué no se va a descansar un rato? —sugirió él con amabilidad—. Yo me ocuparé de su hermana.

Si no volvía al dormitorio de Cande, ¿sería como si la abandonara? Lali titubeó y arrugó la frente a causa de la tortura que experimentaba. No podía volver allí y enfrentarse de nuevo a la mirada perdida de Emilia y el sufrimiento de Candela. Si no descansaba en un lugar tranquilo durante unos minutos, se volvería loca.

Dame esta noche Donde viven las historias. Descúbrelo ahora