Capitulo 26

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Una parte esencial del código de los rancheros era que cuando unos vaqueros pasaban por la zona se les ofrecía una comida gratis, alojamiento y todo lo que incluyera la hospitalidad del anfitrión. La media docena de hombres que aparecieron un día en el rancho Sunrise eran unos desconocidos y resultaba obvio por su aspecto y su olor que llevaban viviendo en la montura todo el verano. Las mujeres de la casa estuvieron ocupadas toda la tarde repartiéndoles toallas y jabón para el afeitado y el baño que tanto necesitaban. Después hubo un montón de ropa para lavar y coser, tanta que el aire se llenó del olor acre a agua caliente y lejía.

Cuando los visitantes se sentaron a la mesa, Emilia y Candela estaban tan cansadas que apenas pudieron disfrutar de la cena. Sin embargo, Lali, quien había trabajado tanto como ellas, no estaba nada cansada, pues la invadía un nerviosismo que apenas podía contener. Lali comió lo que había en su plato de una forma metódica y sin apenas saborearlo, pues estaba pendiente de la conversación que Nicolás y los vaqueros mantenían.

Ella y Peter intentaron ignorarse mutuamente, pero Lali sentía una llama en su interior que, de una forma constante, le advertía de su presencia. Lali fue consciente de todos los movimientos que Peter realizó y de todas las palabras que pronunció y, cuando en determinada ocasión ella levantó la mirada del plato, donde la tenía clavada de una forma deliberada, y vio a Peter de reojo, una oleada de placer la invadió.

Cuando la cena terminó y el hambre de todos estuvo satisfecha, los hombres se quedaron en la mesa charlando mientras las mujeres retiraban los platos con discreción. Y cuando ya casi habían terminado de recoger la cocina, Candela se puso la mano en las lumbares y suspiró con cansancio.

—Estoy tan cansada que apenas puedo moverme. Mamá, ¿puedes acompañarme arriba y ayudarme a quitarme la ropa? Agustín tardará mucho en subir, pero yo tengo que descansar.

—¿Quieres que te ayude yo? —se ofreció Lali.

—No te preocupes —declaró Emilia dándole unos golpecitos en el hombro—, yo la ayudaré. Después de todo lo que has hecho hoy, tú también deberías acostarte temprano.

—Sí, mamá.

Lali se sentía extrañamente perdida y salió al pasillo. El sonido de las voces de los hombres, el golpeteo de las cartas y el tintineo de las botellas y los vasos era claramente audible. Para ellos, la noche justo acababa de empezar. Lali contempló las escaleras. La idea de subir a su dormitorio y encerrarse entre sus cuatro paredes le resultó insoportable. Entonces contempló la puerta principal y ansió disfrutar de la libertad que ésta prometía, de modo que se escabulló al exterior sin pensárselo dos veces.

El aire era suave y dulzón y el cielo parecía de terciopelo negro. Lali descendió titubeante los escalones de la entrada y paseó sin dirigirse a ningún lugar en concreto. En las noches como aquélla, Alelí y ella solían sentarse con las ventanas abiertas para disfrutar de la brisa mientras escuchaban la radio durante horas.

El fantasma de una canción vagó por su mente. «Nunca imaginé que el corazón pudiera doler así... Nunca imaginé que echaría de menos tu dulce abrazo... » Lali intentó recordar el resto de la canción. Se detuvo y permaneció inmóvil. «Sé que no te olvidaré. No puedo aceptar que hayamos terminado... Hasta el día en que me dejaste, amor, no supe que...»

Algo conmovió su corazón. El recuerdo de estar sentada delante de la radio soñando despierta. El recuerdo de entrar en el dormitorio de Alelí y contarle los últimos cotilleos. El recuerdo de pintarse los labios de color rojo antes de salir con Bernie. El recuerdo de hacer reír a Alelí mientras bailaba el charlestón, de una forma cómica, en medio de la habitación. Le resultaba difícil acordarse de la cara de Bernie y de la de Alelí. ¡Qué borrosas eran las imágenes de su casa al final de la calle Main, de las habitaciones de ésta y del hospital en el que había trabajado!

Dame esta noche Donde viven las historias. Descúbrelo ahora