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Días antes》

En tiempos inmemoriales, Asgard, la joya dorada entre los reinos, se erigía majestuosa, acariciada por la luz eterna de un sol que nunca se ponía. Sus torres alcanzaban las nubes, esculpidas con la magnificencia de los dioses. Los jardines exuberantes florecían con colores que desafiaban la paleta de cualquier pintor celestial, mientras ríos de luz fluían en armonía.

En el trono celestial reinaba Odin, sabio y majestuoso, el padre de todos, cuyo ojo único contemplaba con benevolencia a sus súbditos. Thor, el dios del trueno, caminaba entre ellos con su martillo Mjölnir, un guardián divino que aseguraba la paz y la prosperidad. Los asgardianos, seres eternos y resplandecientes, vivían en una dicha sin igual.

Las risas resonaban en los salones del palacio, donde banquetes interminables celebraban la armonía entre los reinos. Asgard, el refugio de los dioses, irradiaba un esplendor que desafiaba el tiempo mismo. Sin embargo, en la serenidad aparente, se cernía la sombra de un destino inminente, listo para desencadenar una tormenta que cambiaría el curso de la eternidad.

En el rincón apacible de Asgard, Elysia compartía su vida con su amado padre, recordando con cariño a su madre, una valquiria cuyo espíritu aún resonaba en los pasillos de su hogar. Ambas, madre e hija, eran portadoras del legado valquiriano, guerreras incansables cuyas alas desplegaban la gracia y el coraje en el campo de batalla.

Sin embargo, la sombra de la pérdida se cernía sobre ellas. La madre de Elysia, valquiria valiente, no resistió a los estragos de una guerra épica que sacudió Asgard hace milenios. Su sacrificio dejó un eco duradero en el corazón de Elysia y su padre, una conexión profunda entre ellos que trascendía el tiempo.

En este hogar marcado por la ausencia materna, Elysia creció, entrenándose en las artes de la guerra bajo la tutela de su padre, quien, con amor y determinación, buscaba preservar la memoria de su esposa a través de la valentía de su hija. Así, la joven valquiria florecía entre la dualidad de la alegría y la tristeza, con un destino que aún aguardaba entre las estrellas.

En un tiempo donde las valquirias ya eran un recuerdo distante, Elysia continuaba su entrenamiento, aunque el título de valquiria se volvía un eco lejano en los salones de Asgard. Aunque algunas valquirias aún existían, la mayoría se retiró o optó por caminos diferentes.

Elysia, con una determinación inquebrantable, persistía en su entrenamiento, honrando las tradiciones de su madre y la valentía de aquellas guerreras divinas. Sin embargo, decidida a trazar su propio camino, renunció al título de valquiria, buscando identidad más allá de los roles predefinidos.

Mientras la majestuosidad de Asgard se desplegaba a su alrededor, Elysia forjaba su propio destino, entre la nostalgia de una era pasada y la promesa de un mañana incierto. El peso de su legado y la ausencia de su madre se entrelazaban en el tejido de su existencia, guiándola hacia un futuro que ella misma labraría.

Bajo el resplandor de los cielos asgardianos, Elysia compartía momentos preciosos con su padre y su novio, el apasionado asgardiano llamado Eldar. Los tres se encontraban en el jardín celestial, donde las flores desplegaban sus pétalos luminosos y los susurros del viento narraban historias antiguas.

Eldar, con sus ojos centelleantes, miraba a Elysia con un amor que trascendía los límites del tiempo. Los tres compartían risas y confidencias, tejiendo un lazo que fortalecía la armonía de su pequeña familia. Sin embargo, bajo la luz de las estrellas, las palabras de su padre revelaban un anhelo persistente.

Padre: ¿No sería maravilloso formalizar esta unión?

Elysia sentía la presión de las expectativas en el aire, su corazón latiendo con un ritmo inquieto. Deseaba que la noche perdurara en su simplicidad, sin las sombras de compromisos inminentes.

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