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Otra vez.

Estaba llegando tarde, pero no había nada que pudiera hacer. El tiempo se había perdido, se agotó y la hora pasó demasiado rápido.

Ya no.

No podía.

Me quedé quieta, en mi lugar, rendida. Ya no había prisa y tampoco intentaría apresurar nada, porque la cita con el doctor Ethan era imposible. Miré la comida sobre la mesa, hoy no había algo que me gustara. Era sopa y yo, odiaba la sopa.

Un mal día.

Mis visitas con el Doctor Ethan eran por las mañanas, pero últimamente se me estaba haciendo imposible ir. Los días eran grises, y el mal clima no ayudaba. La nieve hacía imposible caminar y eso, era una dificultad para todos.

Pero mientras tanto, traté de hacer lo que Ethan me dijo.

Recordar.

Saboreé mentalmente la sopa, haciendo que un nudo se formará en mi garganta y una mueca quiso formarse en mi rostro, pero la esquivé. No podía, estaba mal. El silencio era ensordecedor, incómodo.

Recordar.

No.

La pequeña Auretta.

Aún guardaba el dulce de fresa que Ethan me había dado, pero aquello no fue nada para mí porque, no había nada que recordar.

Mi primer recuerdo.

Nada venía a mi mente.

Recuerda Auretta, algo debe haber en tu cabeza.

Pero no podía ver a una Auretta que no fuera la de hace unos años atrás. No podía recordar nada, era como si mi niñez no existiera y nunca hubiese pasado. Eso me dejó descolocada. El hecho de no poder recordar absolutamente nada, me hacía sentir abrumada.

Era incomodo.

—Auretta.—una voz gruesa me habló.

No fue mi elección, pero mi cuerpo se sobresaltó y las alertas se encendieron en mi. Los pensamientos se esfumaron como polvo y, frente a mi quedó mi realidad, la verdad de todo. Ahora no estaba en mi cita con el psicólogo, estaba en casa, almorzando sopa con mi familia.

Familia.

—Bendice la comida, Auretta.—miré al hombre desde mi lugar.

Él, me observaba desde la cabecera de la mesa, en aquel puesto que sentía que le daba el poder de todo. Esperó paciente, mientras me miraba con una sonrisa amable, pero dentro de él, nada lo era, porque podía ver ese brillo en sus ojos, uno que demostraba una extensa y hambrienta maldad.

—Lo haré, tío.—respondí simplemente.

Nuestras manos fueron los unos a los otros, tome la mano de mi tía, y luego, la de mi tío. Sus ojos se cerraron, y el silencio se volvió más fuerte, más extenso.

Mis ojos no se cerraron, los miré. No tenían expresión, parecían concentrados, esperando a que de mi boca salieran aquellas bendiciones que, me parecían absurdas.

Recordar.

Esto si lo recordaba.

—Señor, le damos las gracias por estos alimentos, bendice nuestra comida y por favor, cuida de nosotros y no nos dejes caer en la tentación.—mi tono fue susurrante, pero lo suficientemente alto como para que todos en la mesa me escucharan—Amén.

Los escuché agradecer y luego comenzar a comer, pero yo, ajena a ellos, no pude tragar un bocado y no habían puesto ni un pedazo de pan para llenar mi estómago. Estaba hambrienta, pero estaba segura de que si, llevaba una cucharada de sopa a mi boca, las arcadas saldrían de mi y me dejarían al descubierto.

Ayúdame a morir, Ethan Collins ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora