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Ethan Collins.

—Toda mi vida intenté entender que era lo que cruzaba por tu cabeza—me dijo—, y sigo sin poder hacerlo.

Era como buscar algo en una caja vacía. No encontraría nada aunque metiera su mano y pusiera todos sus esfuerzos en obtener lo que sea que quisiera encontrar. Porque había algo que nadie entendía y mucho menos él.

Yo no sabía tampoco que era lo que había dentro de mi.

—Deja de intentarlo.—respondí.

—No quiero.—se encogió de hombros.

Llevo el cigarro hasta su boca, y luego de unos segundos dejó salir el humo hacia un costado. La oscuridad lo era todo, y el fuego de la chimenea era la única luz que nos salvada de que esta nos tragara.

—Eres psicólogo, no deberías decirle a una persona que se rinda.—la gracia pintó el tono de su voz.

El silencio fue lo único que obtuvo de mi parte, porque no tenía nada que decir y no me importaba entablar una conversación ahora. El tiempo corría como agua y mis ojos no podían evitar ir hacia el reloj de mi muñeca una y otra vez.

Tenía que irse.

—¿Tienes que hacer algo?—preguntó.

—Sí.—hablé—Y me harías un favor si te vas ahora.

—Oh vamos, he viajado largas horas para venir a verte.—se quejó—No puedo creer que me estés echando.

Mi ceño se frunció y un cansancio que no conocía me recorrió de pies a cabezas. Estiró su brazo hasta mi y me ofreció de su cigarrillo. Lo pensé un poco. Hacía tiempo que no fumaba y últimamente, mis pensamientos no me dejaban tranquilo.

Era como si estuviera perdido en ellos, también, buscaba en una caja vacía repuestas que no podía encontrar y dudada en que pudiera encontrarlas. No era una necesidad, pero había dicho que era el último y aquí, muy difícilmente se conseguían.

Lo agarré y me sonrió de lado.

—Sí.

—¿A dónde?

Sentí como el humo se expandía dentro de mi, me inundaba e intoxicaba. Una relajación que sentía ajena a mi después de mucho tiempo, acarició mi cuerpo. Mis músculos tensos se relajaron y mi semblante que antes estaba endurecido, se suavizó un poco.

—Tengo cosas que hacer.

—¿Tan tarde por la noche?

—¿Y tú?—elevé una de mis cejas—¿Qué haces aquí tan tarde?

Y como solía hacer desde que éramos jóvenes, se encogió de hombros y le restó importancia a mi pregunta.

—Estoy por entrar a mi turno.

—¿Tu turno?

—Me trasladaron aquí,—sintió el cambio en mi mirada y fue por ello que buscó explicarse rápido—No fue mi idea, que quede claro, hace un tiempo Alexander me habló de Stanford.

—Ahora entiendo.

—Ya ves,—se rió—creo que no fue el único en oler el morbo que destila este pueblo.

Y no mentía. Miré por la ventana, y me pregunté que era lo que estaba haciendo ahora. La visita había sido repentina y había arruinado mis planes, lo mire de reojo, parecía estar entretenido mirando la nieve caer.

No era que me molestará, después de todo, no podía sentir nada de eso, pero ha ya algo incómodo que no me dejaba tranquilo, que era desconocido.

—¿Regresarás a casa cuando acabes aquí?—quiso saber.

Ayúdame a morir, Ethan Collins ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora