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Fue una mano acariciando mi cabello lo que me despertó.

Un toque suave y lento, lleno de sentimientos que no me gustaron. No fue por el hecho de que trajeran algo oculto, era por el significado tan sincero que me estaba dando. Su voz tarareaba una melodía que me estremecía, más que su cálida mano.

Es que todo ese amor, todo ese cariño, me estaba ardiendo. Su cuerpo estaba acostado junto al mío, y me miraba desde un costado. Me estaba ahogando pero a la vez, me hacía sentir tan bien que quería quedarme así y ahorrarme todo.

—Los padres de Nevan llamaron.—habló bajo.

No quería escuchar, no quería que hablara. Su voz era entrecortada y mis ojos ya estaban preparando sus lágrimas para enfrentar lo que sea que tuviera que decir. Mis latidos eran rápidos y él ambiente armonioso que se había formado, se estaba quebrando poco a poco.

Era su voz, sus lágrimas y sus manos temblorosas. Ella me acariciaba y me tocaba como si fuera la persona más frágil que conociera. La miré, esperé una respuesta que sabía que no quería escuchar pero que necesitaba oír.

Esperé.

Esperé y también quise huir.

No pregunté nada, y ella tampoco. No dijo ni una sola palabra desde que había despertado, tampoco lo hizo cuando lo había hecho entre sueños y me curaba. Solo se acostó conmigo, como siempre.

Era un consuelo que no solo era mío.

Era para ella.

Por la culpa.

Por el veneno que se fundía con su existencia.

—Ellos llegaron bien,—cuando la oí sentí que podía respirar otra vez—pero Irene está mal.

Asentí con mi cabeza, dejando que una sonrisa saliera de mis labios. Era alivio, un gran alivio que me abrazó con fuerza y lo acepte con la misma intensidad. Los músculos de mi cuerpo se relajaron tanto que sentía que podía flotar en mi propia cama.

—Entonces lograron salir.—murmuré.

—Auretta.—dijo la voz de mi tía.

Todavía no me sentía con la fuerza suficiente. Me había dado cuenta que estaba vendada por todas partes y tenía heridas en dónde no tenía idea. Mis pies, manos,  muslos y mi pierna. Sentía que la cabeza me explotaría.

Me dolía el pecho.

—No quiero que hagas eso otra vez.—soltó—Te traeré algo de comer.

Se levantó de la cama y salió de mi habitación. Yo me quedé allí, acostada. No tenía idea de qué fue lo que había pasado después de que me había quedado dormida. Miré la ventana, las cortinas estaban abiertas y el cielo nublado era una gota más al vaso que estaba a punto de volcarse. Me moví un poco, sintiendo ahora sí, el ardor entre mis piernas.

Mis dedos fueron allí, a las heridas que habían sido cosidas. Mi tía siempre lo hacía, y mientras la oía llorar. Me giré un poco, para acomodar mi cuerpo, pero mis ojos vieron el calendario.

La fecha.

El día.

Oh, era hoy.

Todo el teatro, todo el dolor y aquel miedo había sido por una sola razón. Más que el fin de divertir al amo de Stanford, era porque hoy era ese día. No lo había olvidado, pero hubiera preferido todavía no haberme dado cuenta de ello.

Solté un suspiro, y me puse de pie. Me cambié como pude, y me pare frente al espejo para peinarme.

—Eres un brillo único, Auretta.—dijo la voz del Doctor Ethan.

Ayúdame a morir, Ethan Collins ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora