1

202 21 2
                                    

Quiebre.

Se detuvo.

—¿Cree en Dios?—le pregunté una vez me senté cerca de él.

Lo miré, atenta y buscando más allá de lo que parecía mostrarme. Era una imágen que no podía verse aquí, su ropa, su existencia. Todo. Era ajeno a lo que gritaba la gente. Su cabello estaba bien peinado, elegante, pensé sin despegar mis ojos de encima. El tono rubio era acariciado por la calidez del sol que quería asomarse por la ventana de su oficina y sus ojos negros dejaron de ser cubiertos por aquellos lentes de pasta fina. Unas ligeras marcas rojas quedaron a los lados de su nariz recta.

Se terminó.

Siguió mirándome en silencio.

No hacía mucho me había sentado frente a él. No dije buenos días, y tampoco dejé que emitiera palabra alguna. Fue una pregunta, una que tenía atorada en mi garganta y que sentía que me ahogaría si no la dejaba salir.

Quiebre.

Su rostro era serio, no había nada. Estaba completamente vacío, carente de cualquier emoción y aunque una sonrisa amable estuviese mostrándose en sus labios, me estaba regalando algo que no era sincero. Sus ojos no brillaron y aquellas pequeñas arrugas que deben hacerse en las esquinas, no se formaron. Aún así, siguió mirándome.

Aburrido.

Sí, eso era lo más cercano a lo que parecía sentir. Una expresión aburrida parecía abrazarlo, tomarlo por la espalda y aferrarse a él con fuerza. No había nada.

Realmente no había nada.

Vacío.

Quiebre.

Fin.

—¿Por qué lo pregunta?—escuché su voz por primera vez.

Esta vez más nítida y ahora que podía oírla de cerca lo sentía más real. Como si pudiera alcanzar con mis manos aquel anhelo que mi alma buscaba con desespero. Una esperanza que huía y se perdía.

Corría.

Quiebre.

Otra vez.

Inicio.

Busqué en su mirada algo más que ese vacío que me mostraba, que ese aburrimiento que parecía sofocarlo, más que ese traje que lo vestía, que esa corbata que abrazaba su cuello y parecía robarle la respiración. Pero aún así, a pesar de seguir buscando y moviendo mis ojos en todas las direcciones posibles, no encontré absolutamente nada.

Vacío.

Y otra vez, fue un quiebre.

Sí, era un quiebre.

Lo escuché perfectamente. El crujido llegó a mis oídos y pude sentir el dolor de las cortadas perforando mi piel, juro que el sangrado se sentía correr por mi carne pero no la podía ver. Nuevamente, no había absolutamente nada, pero era así.

Había un quiebre.

Era un quiebre.

—Dios y la Fe,—dije—sin ellos no hay nada.

—¿Habla sobre su vida?—preguntó.

Mi cabeza se ladeó, y aunque podía ver algo de interés en él, su expresión no cambiaba y eso hacía cosquillear mis manos. Seguía inmóvil, quieta y sin despegar mis ojos del hombre frente a mi. Lo sabía, no habían muchos años que nos separan, pero había algo en nosotros. Una gran diferencia.

No había vejez.

Había madurez.

Sí.

Eso era.

Ayúdame a morir, Ethan Collins ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora