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—¿Por qué?—preguntó.

No pude responder, mi boca no se abrió y había una sola razón.

Estaba aterrada.

—¿Por qué, Auretta?—quiso saber otra vez.

Pero sus ojos seguían mirándome, sin pestañear, mostrándome un brillo mucho más peligroso que el que solía mostrarme cuando me castigaba. Seguí inmóvil, mirando.

—No hice nada malo.—susurré—El padre estaba conmigo.—

—¿Entonces por qué le sonreías?—quiso saber.

El fuego hacía un sonido chispeante detrás de mi espalda, y yo no tenía ni un solo lugar al dónde huir. Mi corazón acelerado y mi cuerpo tembloroso solo podían buscar refugio en una quietud que no haría nada por mi.

—Estaba siendo amable.—fue lo único que pude decir.

Se aproximó a mi, y cuando estuvo tan cerca, que podía sentir su respiración en mi rostro y su nariz casi rozando la mía, él agarró mi rostro con su mano y me obligó a mantener su mirada. Mi tía observaba todo desde un rincón, con sus brazos cruzados.

—¿Amable?—preguntó.

—Fue él quien se acercó.—insistí en lo que venía diciendo desde hace un rato—Estaba el padre, así que no podía simplemente ignorarlo.—intenté justificarme, pero no servía.

No en él.

Sus manos temblaban, y sus ojos estaban lagrimosos, haciendo que el miedo en mi también se fuera más turbio y palpable. Estaba respirando en mi nunca. Su mandíbula se apretó, y miles de palabras brillaron en sus ojos, pero ninguna fué dicha.

—No puedes ser amable, Auretta.—susurró.

—Tengo miedo, tío.—lo dije tan bajo que estaba segura de que solo había sido él quien me había oído.

—Haz pecado Auretta.—me criticó—Dios está profundamente decepcionado de ti.—y no me consoló.

Llevaba todo en otra dirección, porque no podía hacer nada y sabía que ello lo hacía sentir más miserable. Miré la cicatriz en su cuello, y sus manos llenas de cayos rasparon mi rostro. Me sujetaba con brusquedad, sin amor.

—Tengo miedo.—volví a repetir.

—Tienes que rogar por perdón.—me ignoró.

—Tengo miedo.—dije.

—Si rezas, Dios te perdonará.—pero no soltaba su agarre y mis lágrimas mojaban mi rostro.

—Tengo miedo.

—Ponte de rodillas  y ruega por perdón.

Y me soltó, y yo me puse de rodillas. Junté mis manos y lo miré con un rostro suplicantes, sus ojos azules y su cabello rubio, se volvieron completamente borrosos. Era una imágen que no veía, pero a la cual me aferraba con fuerza y suplicaba por un poco de consuelo.

—Tengo miedo, por favor—pedí—Por favor, tío.

Pero él no hacía nada más que mirarme con sus ojos inyectados en sangre, en lágrimas que se contenía a soltar. Apretó sus labios con fuerza mientras me observaba desde arriba, como cada vez que pasaba, rogué y rogué.

—Solo pide a Dios, Auretta.—seguía diciendo.

—¿Por cuánto tiempo?—pregunté—He rogado y he pedido perdón, pero nada pasa. Dios no me salva tío.

—El tiempo de Dios, es maravilloso.—trató de hacerme entender pero aún así, no pude comprenderlo.

Temblaba, y me sofocaba. No podía respirar y el miedo me paralizaba, me convertía en otra persona.

Ayúdame a morir, Ethan Collins ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora