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Auretta.

Dos horas antes.

Junté mis manos.

—Por favor, Dios—murmuré tan bajo como pude—, que está noche sea la última vez, se lo ruego, seré una buena chica.—no sé cuántas veces repetí aquello—Por favor.

Perdí la cuenta.

Mis ojos cerrados y mis rodillas en el suelo rogaron por un consuelo que huía despavorido de mi. No era como si aquello funcionará, pero era lo único que podía hacer en una situación como está.

Podía ver a todos esos hombres, vestidos de negro y usando trajes. Sus ojos me miraban, a todos. Quise hacerme pequeña, un ovillo entre estás paredes que debían ser un refugio y no mi perdición.

Apreté mis ojos con fuerza.

No los mires.

No los mires.

No los mires.

No los mires.

No los mires.

No los mires.

No los mires.

No los mires.

No los mires.

No los mires.

No los mires.

No los mires Auretta.

Eres invisible, si tú no los ves, ellos tampoco te verán a ti.

Intenté tranquilizarme a mi misma.

—Por favor.—murmuré—Por favor, Dios.—pero nunca pareció escucharme.

Mi cuerpo temblaba, de miedo y terror. Si fuera posible, me pondría de pie y correría lejos de aquí, pero no tenía opción, no tenía escapatoria. Porque lo rodeaban todo, ese hombre estaba detrás de mi, y me miraba con tanto morbo que no pude hacer más que arrodillarme y rezar.

Palabras vacías.

Siempre decía palabras que sinceramente no sentía, pero ahora, le estaba poniendo tanta fe y sentimiento que esperé que llegará a los oídos de Dios, que me escuchará y me protegiera, que me guiará por un camino que no fuera el del dolor.

No los mires Auretta.

Pero todos esos ojos estaban allí y se alimentaban de una perversidad que me revolvía el estómago. Traté de ocultar mi cuerpo, de lo expuesto que estaba frente a esos hombres que me recorrían como si me estuvieran acariciando en sus retorcidas mentes.

Uno al lado del otro.

Y ellos, cubrían nuestras espaldas como si les pertenecieramos.

La maldad estaba pintada en el aire, y el pintor, el artista de esta gran obra maestra nos miraba con una adoración destructiva desde lo alto de la iglesia, justo debajo del cristo. Sus ojos azules y su sonrisa que era engañosamente enternecedora cautivaba a cualquiera que se dignara a mirarlo.

¿Cómo podía haber tanta maldad en una persona?

Enfermo.

Enfermo.

Enfermo

Enfermo.

Enfermo.

Enfermo.

Enfermo.

Mis ojos se llenaron de lágrimas, y lo miraban desde abajo. Mis manos aún se apretaban la una con la otra, suplicante y esperando una salvación que sabía que no llegaría, porque cada año era lo mismo. Nadie lo detenía, nadie se atrevía.

Ayúdame a morir, Ethan Collins ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora