I. La llegada de Seth a Morthal

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Seth salió del Brezal, la posada del pueblo, y la brisa gélida de Morthal le golpeó en la cara. Se arrebujó en su elegante capa negra mientras miraba con detenimiento a su alrededor. Suspiró con resignación antes de echar a andar por una de las tantas pasarelas elevadas de madera que conectaban las pocas casas del pueblo. Cuando Lord Harkon lo había destinado a aquel lugar había imaginado algo más que construcciones de madera vieja y tejados de paja. Pero incluso el Salón de la Luna Alta, su siguiente parada y sede del gobierno local, no era más que un amasijo superpuesto de estos materiales que apenas superaba en tamaño a los demás edificios. Nada comparable a las impresionantes estructuras talladas en piedra de Markarth, la ciudad en la que se había criado.

Había llegado a Morthal hacía apenas una hora y, desde entonces, lo acompañaba una sensación opresiva en el pecho. La había sentido tan pronto había visto por primera vez el pueblo y se había acrecentado durante su parada en la posada, donde las miradas inquisidoras y los cuchicheos de los pueblerinos habían agriado su almuerzo, sin que nadie se dirigiera a él. A decir verdad, no le importaba ser el centro de las miradas. A sus dieciséis años, Seth ya estaba acostumbrado a acaparar la atención allá donde iba: era atractivo, y por si acaso alguien no lo veía así, se esforzaba por reforzar dicha imagen con elegantes prendas que complementaban su carisma natural. Lo que le molestaba de aquellas miradas es que eran indiscretas y estaban cargadas de sospecha. Carecían de la reverencia a la que estaba acostumbrado, y ponían de manifiesto que su plan de infiltrarse entre los aldeanos iba a costarle más tiempo y esfuerzo del que había planeado. La paciencia no era algo que caracterizase a su familia; mucho menos el fracaso.

Llegó a las puertas del Salón de la Luna Alta unos minutos después. El paseo, aunque breve, bastó para embarrar sus botas. El adoquinado del pueblo se había raído con el tiempo y ahora solo algunas agrupaciones de piedra daban fe de que la calle había sido pavimentada en algún momento pasado. Seth limpió los laterales de sus botas contra un matojo antes de subir las escaleras y la madera húmeda crujió bajo sus pies, igual que lo hizo la puerta cuando la empujó. Ni siquiera era una puerta doble.

El interior era tan austero como había esperado. Una sala larga de madera y piedra, con escaleras y un par de puertas a cada lado, y sin más decoración que un puñado de trofeos de caza repartidos por las paredes. Al fondo de la sala se alzaba una plataforma de piedra de apenas dos escalones de altura cuya acotada área no admitía más que el trono. Su estilo, cómo no, también era sobrio. Le dio la sensación de que las sillas de su anterior casa debían de valer más septims que aquel mueble viejo sobre el cual había esperado ver sentada a la jarl. Dos hombres custodiaban el trono y, por la manera en la que lo miraban, Seth supuso que los susurros que intercambiaban iban sobre él.

Pasó un rato hasta que el mayor se acercó, bordeando el hogar cuyas brasas calentaban la sala. Seth ni se esforzó en dedicarle una sonrisa agradable, tras deducir por sus prendas que debía tratarse de alguno de los criados de la jarl.

—Soy...

—Seth Athan, sí. Hemos recibido tu carta —lo cortó el hombre con un tono áspero y una mirada suspicaz—. Mi esposa te recibirá pronto. No te muevas de aquí.

El hombre se alejó y subió por las escaleras del ala oeste. Seth, agraviado y desconcertado, ocultó sus emociones bajo una máscara de indiferencia aristocrática. Al parecer, allí hasta los nobles se vestían como pobres. Todo en aquel pueblo parecía ser muy distinto a la realidad a la que estaba acostumbrado.

Conforme los minutos pasaban, sus nervios se empezaron a agitar bajo la insistente mirada del fornido nórdico que debía ser el edecán de la familia. El ambiente le resultaba tan inhóspito que algunas cuestiones que intentaba evitar activamente le invadieron. Pensó en su madre y en sus hermanos. En la seguridad del hogar que había dejado atrás. Pero la presión de verse solo por primera vez ante una misión tan importante para los planes del clan seguía ahí desde que había emprendido el viaje, como un nudo en el pecho.

Los Hijos de BalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora