II. La Cabaña del Taumaturgo

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Los rayos de sol entraban por las ventanas de la Cabaña del Taumaturgo y se reflejaban en los coloridos tarros de pociones expuestos a la clientela sobre el mostrador de la tienda, dando un aire de misterio al interior del rústico establecimiento. Alicent se pasó el dorso de la mano por la frente y miró a su madre, con un aire cansado pero satisfecho.

—Mamá, la base para las pociones de respiración acuática ya está lista —avisó a la vez que le pasaba el mortero con la mezcla.

Lami dejó de atender a un cliente para comprobar que la mezcla era correcta. No tardó mucho en asentir, y a Alicent se le escapó una sonrisa entusiasmada al ver que parecía satisfecha. Algún día esperaba poder ser tan buena alquimista como ella, aunque para esto tuviera que estudiar duro y seguir practicando.

—Está muy bien, cielo. Ayuda a nuestro cliente con lo que necesite mientras yo hago el resto, ¿sí? —Alicent asintió y, tras esto, Lami dirigió una mirada pensativa hacia la puerta del establecimiento—. Con esto podemos dar la jornada por terminada.

La Cabaña del Taumaturgo era la tienda de alquimia con más fama de toda Skyrim. Las cenagosas aguas del río Hjaal nutrían la tierra de la región de tal forma que los ingredientes allí cultivados rendían mejor de lo habitual. O al menos eso era lo que su madre contaba a los peregrinos que preguntaban por el éxito de sus pociones. Pero Alicent sospechaba que tenía más que ver con los conocimientos secretos que su familia había pasado de generación en generación. Gracias a ellos ambas podían vivir con comodidad pese a la desaparición de su padre hacía ya algunos años y eso, en Morthal, era bastante más de lo que podían decir muchos de sus habitantes. La escasez de visitantes sumada a las desgracias naturales (y sobrenaturales) que había sufrido el pueblo en la última década redujo la población a la mitad y quienes quedaban allí, subsistían con gran esfuerzo. Por suerte para ellas cada semana llegaba, junto al carruaje de suministros, un nuevo pedido que se repartiría por toda la provincia y una bolsa llena de septims con el pago por adelantado. Sin embargo el buen corazón de Lami, rasgo que su hija había heredado, impidió que amasaran una fortuna, ya que destinaban buena parte de las ganancias a pasar por alto los pagos de los vecinos más desfavorecidos, a los que también ayudaban como podían en el día a día.

—Ah, la respiración acuática. ¡Imprescindible para hacer correctamente la técnica del palito de pescado! —exclamó Don Dogma, un excéntrico peregrino que desde hacía ya algunos meses frecuentaba el pueblo durante sus viajes.

Alicent se rio al escucharlo. Don Dogma siempre tenía ocurrencias de lo más inusuales. No se parecía en nada a la mayoría de los adultos de la región, todos tan serios y reservados. A ella le gustaban sus visitas; eran un soplo de aire fresco en medio de la monotonía que carcomía su corazón aventurero. Un corazón que la hacía soñar con los límites de aquel pueblo que solo abandonaba mediante su imaginación y los relatos fantásticos que su amiga Idgrod le solía leer.

—Ah, esa sonrisa tuya parece inspirada por el propio Anu, chiquilla —alabó el hombre.

Alicent sonrió con modestia y se llevó un mechón oscuro de pelo tras la oreja.

—Gracias Don Dogma —respondió tímida y bajó la mirada. Habían elogiado muchas veces la dulzura de sus facciones y, sin embargo, siempre le costaba creerlo. Los halagos la incomodaban, así que cambió rápido de tema—. ¿Cómo puedo ayudarte hoy?

Su pregunta pareció divertir a su cliente, que apretó una sonrisa y se inclinó sobre el mostrador, como si fuera a compartir un secreto o una broma.

—Busco polvo de vampiro, mi niña.

Acto seguido Alicent resopló e hizo un puchero. Siempre le quedaba una sensación extraña, desagradable, cuando no podía cumplir con las expectativas de algún cliente. Aunque su madre le decía que era inevitable, ella no era capaz de evitar tomarlo como un fracaso personal.

Los Hijos de BalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora