XXIII. El ataque de los nigromantes

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Alicent corrió hacia Seth con desesperación. Tenía que llegar a él, pero cuanto más corría en su dirección, más se alejaba. El tiempo era un concepto extraño allí, en aquel mundo al que no sabía cómo había llegado. La niebla impedía ver a su alrededor y no recordaba la última vez que vio la luz de Magnus. No obstante, todo daba igual. Lo único importante era llegar hasta él. No sabía cómo lo había descubierto, pero tenía la certeza de que un mal inmenso lo rondaba. Pendía sobre él como una espada colgada solo de un hilo y ella era la única capaz de romper aquella maldición, de salvarlo. Si no conseguía llegar a donde estaba, lo perdería para siempre, y no estaba dispuesta a permitirlo. De pronto todo tembló, y la inundó la angustia de no saber qué estaba pasando. Intentó correr más rápido, pero en cuestión de un segundo el mundo quedó totalmente a oscuras.

Alicent dio una bocanada de aire y abrió los ojos. La luz tenue de la lámpara de aceite junto a su mesita fue cegadora. Confundida, tardó un rato en comprender que estaba en su casa. En su cama. Solo ha sido un sueño. Miró a su alrededor y vio a su madre acuclillada junto a ella. Tenía mal aspecto, sus ojos reflejaban el cansancio. La noche anterior se había ido a mitad de la cena, después de que un guardia requiriera su presencia en el Salón de la Luna Alta. Cuando Alicent se fue a dormir, todavía no había regresado. Supuso, por sus ojeras, que apenas había dormido unas horas.

—Escúchame, Alicent —susurró Lami con tono urgente—, me tengo que ir otra vez. Necesito que hoy abras tú la tienda de pociones, ¿podrás hacerlo?

Alicent miró de reojo hacia la ventana, aún no había amanecido. Luego la miró en silencio y asintió, sin mediar palabra. Hacía ya tres días desde que se había negado a hablar a modo de protesta por el castigo. Lami esperó un rato hasta que comprendió que no respondería y suspiró, irritada.

—Ayer por la noche Idgrod enfermó —compartió. El corazón de Alicent se detuvo un instante antes de empezar a latir con rapidez—. Debo ir a la casa comunal para seguir ayudando, pero volveré tan pronto como pueda. Es importante que guardes el secreto. Por ahora, la jarl no quiere que nadie más lo sepa, ¿entendido?

Por un momento no supo qué hacer. Se le formó un nudo en la garganta. Primero Joric y ahora Idgrod. La idea de que ella sería la siguiente en caer la atenazó. Tiró de su manta de piel hasta la barbilla, como si allí adentro, escondida en su cama, estuviera a salvo de cualquier mal. Recordó el Festival de la Bruma, la ofrenda que nunca llegó a hacer. Pero Idgrod sí que la hizo. Se estremeció ante la idea de que aquello pudiera ser un castigo de Magnus, que ahora se cebaba con sus seres queridos por no haber cumplido la promesa que le hizo en la cueva. Se sintió estúpida. Estúpida y culpable. La cicatriz en su hombro era un recordatorio perenne de lo ocurrido aquel día en que casi perdió la vida y, sin embargo, había olvidado su promesa hasta esa misma semana, cuando todo se empezó a derrumbar a su alrededor.

La preocupación se impuso al enfado y por fin se decidió a hablar.

—¿Está muy mal? —preguntó en un hilo de voz, desviando la mirada para no dar a entender que las cosas se habían solucionado.

Ella misma arruinó el plan cuando, tras varios segundos en silencio, le pudo la curiosidad y volvió a mirarla. Parecía tan preocupada que a Alicent se le aguó la mirada. Idgrod debía estar realmente mal.

—Shh calma, todavía es pronto —respondió al fin Lami, con cierta duda—. No lo podemos saber hasta que no despierte. Ahora debo irme. Cuida de la tienda, ¿de acuerdo?

Alicent asintió y su madre fue hasta el armario, de donde sacó su capa. Se la puso mientras caminaba hasta las escaleras y allí se volvió hacia ella, antes de bajar el primer escalón.

—Feliz cumpleaños, hija. Siento mucho que este día vaya a ser así.

No respondió. En su lugar, se giró en la cama, dándole la espalda. Lami suspiró con pesar y luego sus pasos siguieron los escalones. Alicent se sintió inhumanamente cruel por haber hecho aquello, pero por otro lado estaba tan enfadada con ella que no lo pudo evitar. A diferencia de otros años en los que esperaba con ansia aquel día, este no sentía ninguna emoción. El único regalo que podría aliviar el malestar que sentía era que su madre le levantara la prohibición de ver a Seth, pero la conocía lo bastante bien como para tener la certeza de que eso no iba a pasar. Seth. Pensar en él la ahogó en llanto. Hacía solo una semana que no lo veía, pero parecía que había pasado mucho más tiempo. Y, desde entonces, se sentía tan vacía que hasta las pequeñas cosas como levantarse cada mañana o comer cuando debía se habían vuelto una imposición.

Los Hijos de BalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora