XIV. Una nueva visión

84 15 0
                                    

Aunque la Cabaña de Taumaturgo era conocida en toda Skyrim por sus pociones, y vendían más que cualquier otra tienda de alquimia, Lami y Alicent llevaban una vida humilde. Idgrod pensó una vez más en que si Lami no hubiera tenido un carácter tan dado a la caridad, probablemente ambas vivirían en una casa mucho mejor que la suya propia, pese a que ella vivía en la casa comunal de la jarl. Sin embargo, el piso superior de la Cabaña era tan modesto como cualquier otra choza de Morthal; sus estancias no tenían separación alguna y ni siquiera tenían un baño. Lo que debía reconocer es que ninguna otra casa era tan pintoresca como aquella. Los coloridos ingredientes y los frascos de pociones daban un toque místico a la habitación. Y en una esquina apartada, en una estantería de tamaño considerable, había un montón de libros de alquimia, de entre los cuales destacaba por su gran desgaste la Guía del Herbolario de Skyrim.

Idgrod desvió la mirada hacia la ventana a su lado mientras Alicent, sentada de espaldas a ella en una banqueta de madera, se desanudaba el vestido para enseñarle la cicatriz. Seguía lloviendo. Las gotas que caían y chocaban contra el cristal eran lo único que se podía apreciar debido a la niebla, pero en los meses cálidos del año, desde allí se veía el pantano y también el camino que llevaba hasta el cementerio. Recordó la cantidad de veces que se había imaginado yendo a adornar una tumba vacía antes de que Alicent apareciera sana y salva. Se le aguó la mirada y se sorbió la nariz, tratando de recomponerse y controlar el nudo en su garganta.

Idgrod volvió la mirada hacia la espalda de su mejor amiga y se aguantó las ganas de darle un abrazo. No tenía ganas de hablar sobre cómo se había sentido cuando la imaginó muerta, o algo peor.

—Mamá dice que es bonita. ¿Crees que lo es? —preguntó Alicent, sacándola de sus pensamientos.

Tardó unos segundos en caer en la cuenta de a qué se refería. Idgrod se mordió los labios por dentro. No, no se lo parecía. Curiosa, sí, pero no había nada de bonito en ella; ni en su forma de rayo, que recordaba el peligro que corrió cuando se la hizo; ni tampoco en sus colores violáceos, más propios de las flores, de la magia o incluso del cielo nocturno; y menos en el ligero tono marrón de la piel muerta que ahora cubría algunas zonas de la herida.

—Ya te dije que sí —mintió, al igual que había hecho la tarde anterior.

—Por más que lo intento, solo consigo verme el hombro —dijo Alicent con fastidio, como si no la hubiera escuchado.

Alicent hizo su mejor esfuerzo por ver más allá de su hombro, bizqueando en el intento, poniendo una mueca que consiguió que Idgrod soltara una risa. Al darse cuenta de que se reía de ella, juntó los labios y los echó hacia afuera en un mohín, y se subió de nuevo el vestido, ofendida.

—Ahora está prácticamente cicatrizada. Dentro de poco no quedará ni rastro de ella —prometió.

Alicent la miró de reojo y sonrió esperanzada, yendo después a dejar el taburete bajo la mesa. Junto a esta había una estantería llena de diferentes sales. Allí se entretuvo un rato, aplastando varias sales entre los dedos que luego se llevó a la boca. Al ver la expresión que puso, asqueada pero maravillada al mismo tiempo, Idgrod volvió a sonreír.

Es tan cría todavía... Esa idea la llevó a pensar en algo más.

—Oye —susurró, tras mirar con cautela hacia las escaleras. Aunque era casi la hora de comer, Lami seguía en la tienda, así que no podía interrumpirlas. Aun así, a Idgrod le preocupaba que pudiera escucharlas—. ¿Cómo llevas lo otro? Ya sabes... —preguntó con cuidado, bajando el tono de voz. Alicent se tensó visiblemente y ella la miró con arrepentimiento—. Lo siento. Si no quieres, no tenemos que hablar de ello.

—Ayer vino a la tienda —confesó tras pensarlo.

Idgrod la observó en silencio y tuvo la sensación, por la forma en la se mordisqueaba el labio con nerviosismo, de que quería hablar de ello pero no sabía cómo hacerlo. Se tragó el reproche porque no se lo hubiera contado antes, aunque llevase ahí ya varias horas. Después de lo nerviosa que se puso la primera vez, cuando le contó lo que había ocurrido en el Cerro, no le extrañaba ni un poco que su amiga estuviera tan reticente.

Los Hijos de BalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora