XIII. El Cerro Pedregoso pt. II

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La despertaron los rayos de sol atravesando la ventana. Seth estaba sentado a su lado en la cama, leyendo. Alicent parpadeó, aturdida. Miró a su alrededor, sin reconocer el lugar. ¿Cómo he llegado aquí? Tardó unos segundos en comprender la magnitud de la situación. Estaba en una cama, con Seth. Se puso roja de la cabeza a los pies mientras trataba de hacer memoria de lo ocurrido.

Miró hacia el frente, hacia la pequeña elevación que representaban las puntas de sus pies bajo la pesada manta. Las respuestas llegaron a su mente por fascículos, como un puzzle que no fue capaz de resolver hasta que las tuvo ya todas. Recordó la cueva, los huevos de cauro, el falmer que la había atacado, los chillidos de los skeever, tan desesperados como ella por salir de sus celdas, y el rescate. También el beso. Se detuvo ahí, tensando los hombros. Seth la había besado.

Empezó a temblar por los nervios y Seth se volvió hacia ella, confundido, haciendo que se congelara. Avergonzada movió el cuerpo con rapidez en su dirección, escondiendo la cara contra sus costillas. No quería que viera lo roja que estaba, por miedo a que descubriera por qué era y tuvieran que hablar de ello.

—¿Ali? —Seth bajó una mano para apartarla. La empujó suavemente pero con firmeza—. ¿Qué estás...? —Se quedó a medias. Torturada, Alicent se había levantado y sentado sobre su regazo, de manera en que pudo ocultar la cara en su cuello.

Seth soltó un resoplido que sonó como una risa, y ella sintió las vibraciones en su mejilla. Dejó el libro a un lado sobre la cama y Alicent cerró los ojos cuando empezó a acariciar su pelo. Lo hacía con tanto cuidado que, una vez se le pasó el susto, estuvo a punto de quedarse otra vez dormida.

—Antes estaba pensando en lo que dijiste en la cueva —dijo Seth de la nada, pasado un rato—. Entonces, ¿sabes hacer pociones?

Alicent asintió de manera tirante, volviendo a abrir los ojos para tratar de desperezarse.

—Sí —susurró al fin, mientras los frotaba con las mangas. Apoyó la sien en el hueco de su clavícula y respiró hondo antes de bostezar. Al hacerlo, sus pulmones se llenaron del aroma de su piel; incluso con todo lo ocurrido seguía oliendo bien. Y sin necesidad de un baño—. Empecé a ayudar a mamá cuando era pequeña, así que tengo mucha práctica —compartió, sin levantar la voz—. En realidad, muchas de las pociones de la tienda hace ya tiempo que las preparo yo sola. Mamá solo me supervisa.

—¿Y te gusta hacerlo?

—Mucho —confesó—. Es como cocinar, pero más mágico.

Desvió la mirada hacia la pared frente a ella, contra la que estaba el cabecero de la cama. Era de la misma piedra que el resto de la casa. Alicent la miró con un poco de envidia. La suya era de madera ya vieja. En ocasiones, sobre todo en las épocas más frías, el viento se colaba por alguna abertura ocasionada por el desgaste que acompañaba al paso del tiempo, helando la casa por completo. Allí seguro que eso no pasaba ni en invierno, cuando llegaba a caer tanta nieve que el Cerro quedaba incomunicado.

Algo se movió a su izquierda, llamando su atención. Abrió los ojos con sorpresa. Sin que se diera cuenta, Seth la había apartado de su cuello y en esos momentos sus caras estaban a solo unos centímetros de distancia. Adivinó que le había preguntado algo por cómo la miraba.

—¿Qué? —preguntó en un hilo de voz.

—Que si te gusta la magia —respondió Seth con paciencia.

Asintió, apenada.

—Pero... nunca tuve mano para ella.

—Está claro que la tienes —respondió Seth, con una sonrisa discreta—, solo que no de la manera en la que te gustaría. Nunca hubiera imaginado que pudieras hacer una poción de invisibilidad efectiva tú sola —completó, dejándola perpleja.

Los Hijos de BalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora