BENICIO
Estaba teniendo la peor semana del mundo. Nada me salía bien desde hacía días.
Se me había volcado el café sobre el escritorio dos veces; había ensuciado, de una u otra manera, todas mis camisas blancas favoritas; había estado distraído en tres de las cuatro reuniones más importantes del mes. Me había olvidado de pagar la membresía del gimnasio, había perdido varios partidos de padel de forma consecutiva, me había tropezado en la escalera del edificio y había estado a punto de quebrarme la nuca.
Como si todo eso fuera poco, el auto se me había quedado sin batería, una paloma me había cagado en la cabeza esa misma mañana, había perdido la tarjeta de débito quién sabe dónde y la reposición salía más cara que una sesión de terapia. Por último, la frutillita del postre: lapicera que tocaba en la oficina, lapicera que dejaba de funcionar.
Revoleé el bolígrafo hacia el cesto de basura. Erré y cayó al piso.
Puse los ojos en blanco, terriblemente frustrado.
Lo peor no era la maraña de mala racha que transitaba, sino el hecho de que no podía dejar de pensar en Francia ni un minuto. Quería escribirle, quería saber en qué andaba, quería volver a verla.
Tenía ganas de escucharla hablar sobre su trabajo, que se riera de mi absurda rutina. Podía contarle que esa misma semana había desayunado dos medialunas en lugar de tostadas porque me había quedado dormido y había corrido a la oficina apenas desperté.
Me acordaba de ella mientras tecleaba en la compu, cuando estaba en el medio de una videollamada, mientras almorzaba solitariamente en mi escritorio, al llegar a casa donde todavía podía oler su perfume.
Había intentado sacarla de mi cabeza, mantenerme ocupado. Pero no podía. Simplemente, no podía.
Francia no era una mujer para olvidar. Era imposible volver atrás después de escucharla reír o de mirarla profundamente a los ojos y descubrir que, además de cautivadora y sensual, podía ser sumamente sensible.
Eché la espalda hacia atrás, recargándome en la silla de oficina. Suspiré exasperado. No importaba cuánto me esforzara, las cosas no iban a dejar de salirme mal hasta que no resolviera el asunto con ella.
Guido se asomó por la puerta. A veces me daba la sensación de que escuchaba mis pensamientos u olía mis emociones porque siempre sabía cuándo necesitaba apoyo. Y no solo en lo laboral, sino también en lo personal.
—¿Todo bien, Beni?
Puse mi mejor sonrisa falsa.
—Todo perfecto.
Se metió en la oficina y cerró la puerta.
—No me parece que estés bien.
Me reí. El chico era lo máximo. Tenía un futuro brillante.
—Sabés que el día en que me digas que te vas de esta empresa, o, al menos, del puesto como mi asistente, voy a sentir que una parte de mí se irá con vos. ¿No?
Sus labios se curvaron con inocencia, sin convicción. Algo que a Guido le faltaba a veces era confianza. La misma confianza que yo estaba buscando para dejar de dar vueltas con el tema de Francia y salir a actuar.
—Es una chica —confesé.
Guido quedó petrificado. Al menos, esta vez no se le soltó la tablet de las manos.
—Yo... vos no sos así.
—¿Así cómo? ¿Distraído? —Me burlé de mí mismo.
Parecía que él quería decir algo que se guardaba por respeto.
—¿Qué pensás? Sin miedo —lo animé.
Se rio.
—Sos mi jefe.
—Hace de cuenta que no.
—No puedo hacer eso.
—Bueno, hace de cuenta que de esto depende tu futuro.
—¿Me vas a echar si no... —La cara de Guido se transformó.
Apoyé los codos en la mesa.
—No, Guidito, por Dios. Solo necesito que me seas sincero. No puedo hablar de esto con mi mejor amigo y necesito hablarlo con alguien.
Me estaba convirtiendo en uno de esos jefes que busca apoyo psicológico en sus empleados. ¡Qué asco!
—¿Por qué no? Rocco parece ser una persona muy buena para escuchar.
—Sí, sí. Rocco es lo máximo. Pero este tema en particular no puedo hablarlo con él. No importa.
Guidi lo meditó un momento.
—Está bien —aceptó. —Necesitas vacaciones.
Me refregué las manos por la cara.
No necesitaba vacaciones, la necesitaba a Francia.
—El trabajo no es el problema.
—Trabajar en exceso siempre es un problema.
—No, el problema es lo que siento por ella.
Y esa era mi respuesta. Eso era lo que necesitaba aclarar.
—Guido, sos un genio.
Él sonrió, orgulloso.
Me puse de pie, tomé mi saco y guardé el celular en el bolsillo del pantalón.
—¿Podés cancelar toda mi agenda de esta tarde?
—¡Obvio! —Su entusiasmo fue un tanto exagerado. Se aclaró la garganta. —Quise decir que sí, no hay problema.
—Gracias, Guidi.
Salí corriendo por los pasillos de la oficina, era de las primeras veces que me iba antes que nadie.
Llamé al ascensor apurado. Sabía qué hacer. Sabía perfectamente qué hacer.
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YA SÉ que me van a decir que el capítulo de hoy es cortito... pero es que no falta TANTO para llegar al final de esta historia, amoras. Así que dudo que haya capítulos dobles de ahora en más.
¡Disfruten el proceso de lectura también! Y no me odien, jajaja.
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No me rompas el corazón
RomanceFrancia es caótica, despistada, desordenada, impuntual, olvidadiza. Para ella, es imposible mantener una relación estable, deja a todos los hombres con los que sale. Benicio es organizado, puntual, controlador. Un tipo de agenda, alarmas y cronogram...