32. Bienvenida al mundo

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En ese instante se acordaba mucho de su madre, de cuando le hablaba del día en que nació, de aquel largo parto de veintisiete horas, después de un desfasado embarazo de casi diez meses. En su caso, Dani solo se había pasado una semana, lo justo para nacer un día después de su cumpleaños número treinta y uno. En lo que sí estaba coincidiendo era en la larga labor de parto, pues ya propasaban las veinte horas desde la primera contracción real que las llevó al hospital, y ahí estaba, por fin lista para empujar, a las pocas horas de haber terminado oficialmente el día de su cumpleaños.

Su regalo increíble, su preciosa bebé, estaba siendo precedido por un doloroso y extenso momento de replantearse su existencia, en qué instante decidió ser madre por parto natural o por qué su maldita vagina tardaba tanto en dilatarse lo suficiente. Fueron momentos duros y felices a partes iguales, con Lexa a su lado casi cada segundo, aguantando su mano, sosteniendo su cuerpo en esos «paseos recomendados» o con los movimientos sobre la pelota de ejercicios y limpiándole delicadamente el sudor tras cada nueva contracción. Su mujer le susurraba que era muy valiente, muy fuerte y que lo estaba haciendo genial, recordándole cuánto la quería y lo orgullosa que estaba de ella.

Cuando tuvo a su pequeña en brazos por primera vez, también en su mente se manifestaron las palabras de su madre. Eleanore siempre les decía a Mark y a ella que, por mucho dolor y miedo que pasase por momentos, cada ápice de ellos merecía la pena cuando los tomaba en sus brazos, cuando descubría su rostro, el color de su pelo, sus manitas y piececitos, el sonido de su llanto. Todo.

Dani lloraba fuerte y agudo, pero se calmó bastante rápido, al encontrar cobijo en sus brazos. Sus pequeñas extremidades estaban adorablemente formadas y tenía sus cinco deditos en cada extremo. Su pelo era moreno, como el de Lexa, y aun aplastado y sucio como estaba nada más nacer, pudo percibir que era abundante y, seguramente, tuviese ese ricito característico que llamaban «cuernito Woods». Su carita era perfecta, ahora con el gesto calmado y los ojitos cerrados, su bolita de células era hermosa; era pronto para saber a quién se parecía más o si lo hacía a las dos, pero veía un poco de Lexa y un poco de ella misma ahí.

Lexa, junto a ellas, las observaba con ojos llorosos y sonriendo como nunca la había visto. Tenía su mano posada sobre la espalda de Dani, que reposaba contra su pecho y la miraba con todo el amor del mundo reflejado en sus perfectos ojos verdes. La profesora se puso algo nerviosa cuando le preguntó si quería tomarla en brazos, incluso tembló ligeramente al extender sus manos mientras asentía, parecía incapaz de decir nada. Ver a Dani por primera vez fue mágico, pero más aún lo era encontrarse a su amada esposa con su bebé en brazos, sus dos grandes amores juntas. La bebé se removió un poco ante el cambio, pero no lloró, así como tampoco lo hizo cuando la trasladaron a un extremo de la sala para medirla y pesarla, además de asearla un poco y ponerle ropita.

Danielle Woods-Griffin pesó tres kilos y medio, en su cuerpecito de cincuenta y un perfectos centímetros. Y, por el motivo que fuera, a pesar de llevar toda su relación imaginándose que sus hijos serían Griffin-Woods, cuando la pequeña nació y la tuvieron por primera vez en brazos, ambas tuvieron claro que sus apellidos serían al revés, sería Woods-Griffin.

Los primeros dos días fueron ellas tres solas en aquella habitación, salvo por las contadas visitas de los sanitarios que la revisaban a ella y a la pequeña, además ayudarles a atender a su bebé correctamente. Durante esas horas, Lexa se encargó de todo lo que no era darle el pecho a Dani, pues esa fue su única labor particular, ya que estaba recuperándose del parto y moverse a veces resultaba un doloroso suplicio. Por la noche, mientras descansaba, la morena amparaba su sueño y el de su bolita, dormitando a ratos en el sillón junto a la cuna, no se despegó de ellas casi ningún segundo. Moría de amor con esa nueva faceta de Lexa, la súper mami, que parecía haber perdido todos sus nervios de primeriza y ya cuidaba de la niña como si hubiese nacido para ello, aunque, eso sí, tenían que compartir el tiempo de sostener a Dani, ya que ambas estaban como locas con ella.

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