Las gemelas Vannucci

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La noche envolvía los terrenos del Colegio de Magia y Hechicería de Ispanya en un manto de oscuridad profunda, interrumpida únicamente por la luz plateada de la luna y el débil resplandor de las estrellas. Ágata caminaba hacia el estadio de Quidditch, ajena a las sombras que se cernían sobre ella y disfrutando del frescor nocturno mientras fantaseaba con la sensación de libertad que se avecinaba, provocada por el hecho de volar en su escoba a altas horas de la noche sin la interrupción de nadie.

Le había dicho a su amiga y compañera de cuarto Berta que necesitaba practicar para el próximo partido. En teoría, llevaba desde hacía más de una hora entrenando en el campo; sin embargo, era en aquellos momentos cuando se decidió por bajar.

El estadio de quidditch de Ispanya era una enorme y elíptica estructura de madera a los pies del acantilado sobre el que se erguía el colegio. Las gradas estaban decoradas con los colores de cada casa: las de Falcon eran azules y negras; las de Canis Lupus blancas y amarillas; las de Ambystoma marrones y rojas; las de Synanceia naranjas y rosas y, las de Boa, esmeralda y plata.

Era una noche estrellada, sin apenas nubes en el horizonte y una brisa agradable. Bajó por el camino rocoso que la llevaría a los terrenos bajos del colegio, con el uniforme de falda y chaqueta verde de la escuela y una capa negra que ondeaba detrás de ella por la brisa nocturna. Llevaba su escoba bajo el brazo, y estaba tremendamente cansada.

Aquel día había tenido entrenamiento con la directora Buxaderas; habían practicado la Oclumancia. La reunión había sido el motivo por el cual Ágata había tenido que volver a mentirle a su amiga, como cada domingo. Le dolían las sienes y sentía un ligero temblor por todo el largo de su cuerpo. Había conseguido exitosamente cerrar el acceso de la directora a su mente, pero después de una hora de entrenamiento, se sentía molida.

Entró en el imponente estadio. Había estado muchas veces allí, en el terreno de juego; era la capitana de su equipo de quidditch, y eso le permitía tener la posibilidad y libertad de ir al estadio siempre que quisiera, sin permisos o justificaciones. Solía ir a menudo por las noches en días alternos, tuviera entrenamiento o no, buscando despejar su mente.

Sin embargo, antes de siquiera entrar por la puerta principal del estadio, escuchó gritos y risas. Siguió caminando hacia su interior, pensando que tal vez eran unos estudiantes jóvenes que sólo trataban de hacer una trastada y que tendría que regañarles y echarles; no sería la primera vez.

En una ocasión, unos estudiantes de segundo curso habían entrado a hurtadillas en el estadio y habían encantado algunas de las escobas que los jugadores guardaban allí, haciendo que se desplazaran de manera errática y chocaran entre sí, todo mientras ellos observaban divertidos desde las gradas, ocultos en la oscuridad. Ágata se había reído de la travesura, pero sabía que al ser una de las capitanas debía mantenerse seria ante la intrusión, y se había liado una gorda cuando la entrenadora Aurora Valero y la directora Buxaderas, a las que llamó, procedieron a echarles una buena reprimenda. No quería tener que volver a hacerlo y tener que quedarse hasta que los niños hubieran tenido asignados sus castigos. No le gustaba tener que ser una aguafiestas.

Algo molesta por la posibilidad de una intrusión, su tranquilidad se vio abruptamente interrumpida cuando divisó una escena perturbadora en la distancia que hizo que su cuerpo entero se tensara, provocando que se le cayera la escoba al césped del suelo del campo. Aquella vez no parecía tratarse de una típica jugarreta. A unos diez metros de ella, en el centro de la arena, se encontraban cinco figuras oscuras que se arremolinaban en el suelo, apenas visibles en la penumbra. Su corazón comenzó a latir con fuerza en su pecho mientras intentaba discernir qué era lo que ocurría ante ella.

Las figuras se arremolinaban y contusionaban contra el suelo del estadio, dejando escapar unos escalofriantes gritos ahogados de dolor. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la verdad se reveló ante sus ojos con una crueldad desgarradora: las gemelas Vannucci, Benadetta y Brunella, las jóvenes prodigio y célebres matonas de la casa Boa, estaban de pie tras cinco niñas que le daban la espalda a Ágata, cuyos cuerpos temblaban incontrolablemente bajo la influencia de una de las maldiciones imperdonables.

El Despertar de los Sanna: Los Hilos del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora