La Casa del Fuego

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Cuando Ágata y Mattheo salieron de Slytherin, se quedaron quietos por unos instantes, sin saber qué hacer exactamente. Ella habría esperado que él estuviera enfadado, que se quejara de Romilda: al contrario, tan sólo la miró con una profunda preocupación reflejada en el rostro.

    —¿Estás bien? —preguntó entonces Mattheo, interrumpiendo el silencio, en apenas un susurro.

Ágata asintió.

    —Sí... No ha sido nada. De verdad. Tampoco... tampoco quiero fastidiarte una de nuestras últimas noches aquí, deberíamos...

    —¡Oh, niñatos insolentes! —estalló entonces el retrato de Sir Padgett a sus espaldas— No solo me molestáis con vuestra espantosa música, sino que además os ponéis a hablar a mi lado. ¡Sois unos caraduras! ¡Sí señor! Eso es lo que sois...

Pero Ágata no alcanzó a escuchar nada más de lo que dijo porque Mattheo había vuelto a agarrar su mano y la llevaba ahora por los pasillos. Caminaron en silencio durante unos minutos, escuchando la música lejana del resto de fiestas de las otras casas y alguna que otra risita de otros estudiantes que estarían merodeando, como ellos, el castillo. No se encontraron con nadie cuando comenzaron a subir las escaleras de la Torre Este.

En el observatorio de astronomía soplaba una cálida y agradable brisa que se colaba por las ventanas, desnudas y sin cristal, y que revelaban el oscuro horizonte salpicado de estrellas y constelaciones. Mattheo soltó suavemente la mano de Ágata y se adelantó a uno de las ventanas para sentarse sobre el alféizar, con las piernas colgando por fuera, como había hecho todas y cada una de las veces que subía con Ágata para fumar por las noches antes de dormir cuando aún hablaban. Después de tantos meses, aquello le resultó a Ágata de lo más extraño.

    —Cuando era pequeño solía quedarme dormido en el jardín de la casa de los Nott mirando a las estrellas —comenzó Mattheo, con la mirada aún fija en el horizonte. Ágata dio unos cuantos pasos cautelosos hacia él—. Me consolaba pensar que existía algo mucho más grande que yo y que mis problemas, que era tan solo una pequeña mota insignificante en el universo. Me hacía sentir... libre.

Ágata llegó a su altura y apoyó una mano contra el templado muro de piedra. Lo miró un tanto confundida. Jamás había pensado en Mattheo como una mota "insignificante".

    —La casa de los Nott es también la tuya, Matt.

Se detuvo al darse cuenta de que lo había llamado por su mote. Le había salido de manera natural, casi instintiva: temía que él reaccionara mal por aquella muestra de intimidad. Prácticamente todo el mundo lo llamaba por su apellido: sólo sus amigos le llamaban así. Pero la expresión de Mattheo no cambió lo más mínimo. Desde su altura, Ágata vislumbraba su perfil iluminado por la luz de la luna llena, relajado, imparcial.

    —Lo sé... —suspiró Mattheo—. Pero a veces no lo siento así.

    —¿Por qué? —preguntó Ágata. Decidió dar un paso más y sentarse junto a él en el alféizar. Los laterales de sus cuerpos se rozaron.

    —Porque no debería ser esa mi casa —respondió, agachando la cabeza y apartando la mirada de las estrellas—. Debería haber sido la de mi madre.

    —Laura no se merece esa etiqueta —replicó Ágata, sin pensar. Su tono había salido más duro de lo que había pretendido, por lo que intentó rebajarlo un poco—. Que lleves su sangre no la convierte en tu familia. Lo es quien se lo gana.

Mattheo volvió a levantar la cabeza, y en su rostro apareció una sonrisa entristecida.

    —Eso también lo sé —dijo—. Pero me está costando recordarlo.

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⏰ Última actualización: Jun 18 ⏰

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El Despertar de los Sanna: Los Hilos del DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora