Capítulo XIV: La azotea de Alejandra Pizarnik

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Dos días después

Habían pasado dos días en los que había podido sortearme las infiltraciones y el espionaje de Gustavo. No es que no la hayamos pasado bien esa noche de viernes pero de ahí nada más, no necesitaba distracciones, incluso creo que había evitado salir en lo máximo posible para no cruzármelo, me sentía algo ridícula pero no conocía una forma de deshacerme de el sin ser grosera no es que no quisiera verlo pero... no sé, pareciera que el mismo buscara oportunidades a propósito para cruzarse conmigo y eso resultaba terriblemente patético.

Mi costumbre de domingos era subir a la azotea de un petate y un cojín a leer un libro se haría efectivo ese domingo. Eran algo de las once de la mañana y hacía buen clima; el cielo iluminado pero sin el intenso sol arreciando.

Estiré el tapete y acomodé el cojín jade encima y me senté, abrí el libro que le tocaba la suerte de ser leído esta vez.Había llegado al punto más penoso de una lectora: había terminado todos mis libros y no me quedaba más opción que volverlos a leer.

— Mirando el cielo...

Me digo que es celeste desteñido (témpera azul puro después
de una ducha helada)

las nubes se mueven...

¿Ay, Alejandra? Siempre tan sentida, tan hábil con las palabras y podés llevar a la gente a un lugar donde no sabés distinguir en lo que es sentir y lo que no lo es

Un pelotazo que casi roza mi cara interrumpió mi consensuada lectura, por suerte la conseguí atrapar

— ¿Qué lunático lanzaría una pelota de tenis a una azotea? Ni que hubiera una cancha cerca — resoplé hastiada y puse la pelota a un lado mío mientras seguía concentrada en mi libro

Me recosté en mi propio peso y me acomodé mejor, por mi columna no podía estar mucho tiempo en la misma posición, era así de inquieta

— pienso en tu rostro y en ti y en tus manos y
en el ruido de tu pluma y en ti
pero tu rostro no aparece en ninguna nube! yo esperaba verlo...

Escuché a alguien subir a la azotea, un miedo me invadió, que fuera algún vecino, no tenía porqué pero me daba vergüenza que alguien me viera leyendo en la azotea como una loca, por alguna razón pensaba que la gente me vería mal. No giré el rostro y esperé unos segundos...

—¿Con que aquí estaba... — era una voz familiar y se comenzó a reír mientras se acercaba

Giré mi rostro y me sonrojé un poco al ver que era Gustavo, era a quien menos esperaba a esa hora y menos en la azotea de mi edificio, ¿como diablos habría conseguido entrar?. Al menos quizás no me juzgaría como cualquiera de mis vecinos.

— Vos aquí... — exclamé desconcertada al haber sido descubierta

— ¿Como andás Clau? — preguntó con la más ligera naturalidad

— Bien... oye, vos que hacés aquí? — inquirí con muy notable intriga y como si su presencia me resultara lo más extraño del mundo

— Vine a rescatar algo, ese pequeño objeto que sostenés en la mano — señaló mirando hacia la pelota

— ¿Te referís a este pequeño cuerpo esférico? — me reí

— Si, exactamente, Pitágoras

— Che, qué pelota más loca la tuya. Pensé que era alguna cosita rara que caía del cielo.

— Como cosita rara? ¿Un platillo volador? Una señal de otro mundo

— No echés andar demasiado tu imaginación. La realidad es más simple — me expliqué

Cuando pase el inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora