Capítulo Diesisiete: No te daré el cilindro

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—No te voy a dar mi cilindro —aseguró—, tú tienes el tuyo.

A diferencia del niño, Razvan tuvo que agacharse un poco para entrar a la cochera. La puerta plegadiza estaba un poco baja dándole al lugar un ambiente de penumbra que ascendía desde el suelo completamente iluminado por la luz solar.

—Técnicamente es mi cilindro —corrigió—. Y lo necesito más que tú.

El niño tomó un trapajo del suelo y limpió el polvo de un lado del capó del viejo auto de su difunto padre y se sentó en él para mirar a Razvan.

— ¿Para qué lo necesitas?

—No es tu problema —murmuró mirando la cochera. Todo parecía un cuchitril, Razvan hizo una mueca y sonrió con nostalgia—. Solo dámelo.

El niño elevó una ceja y finalmente ladeó su cabeza arrugando el entrecejo.

— ¿Disculpa?

Razvan tomó una bocanada de aire y echó su cabeza hacia atrás soltando sonoramente el aire que había retenido.

— ¿Qué quieres para que me des el cilindro? —bajó la cabeza y lo miró—. Sabes bien que te lo devolveré, solo me lo llevaré por un tiempo. Ni siquiera sabes usarlo, aprenderás cuando cumplas los quince y para eso falta mucho.

—Solo dime para qué lo quieres —se cruzó de brazos y se recostó en la puerta trasera del auto—, y doscientos euros.

Razvan hizo una mueca y alargó su brazo hacia él.

— ¿Qué piensas hacer con doscientos euros?

—No es tu problema, solo dámelo.

Razvan abrió la boca para decir algo y la cerró de golpe. Le había dado una cucharada de su propia medicina y eso no se lo había esperado.

El niño ladeó su cabeza y sonrió.

—Tú decides Razvan —prosiguió—. Tú decides, el cilindro o no.

Razvan lo fulminó con la mirada.

—No te escucho bien —siguió el niño ladeando su cabeza y llevándose una mano detrás de la oreja.

Sabía bien que aquel hombre lo necesitaba más que en los doscientos euros. Pero nada en esta vida es gratis, y eso tanto el niño como el hombre de pie frente a él, lo sabían.

—Necesito el cilindro para dárselo a un viejo amigo y comenzar mis planes —respondió—. Tú ya sabes qué planes, así que trae ahora mismo el cilindro Razvan, o te lo juro...

—Ya, ya —cortó el niño elevando ambas manos en señal de rendición—. Ya voy por él.

Razvan lo fulminó con la mirada y lo observó desaparecer a través de la puerta que da al pasillo principal de la casa.

El niño cruzó el umbral y sigilosamente caminó hacia las escaleras. Su habitación quedaba en el primer piso, frente a las escaleras. Aunque el trayecto era largo, sabía que no tendría percances. La habitación de su madre quedaba en la planta baja, junto a la de Emma al otro lado de las escaleras. A mitad de las escaleras oyó el sollozo de un bebé, se paralizó y después de reaccionar, subió corriendo.

Al entrar a su habitación, cerró tras de sí y corrió hacia su cama. Se ancló de cuclillas y sacó de debajo de su cama una caja, la abrió y observó el cilindro que había sacado de la oficina de su padre. Su padre siempre lo había tenido escondido detrás del librero, podría jurar que su madre no sabía de su existencia.

Tomó el cilindro y se levantó, pateó levemente la caja para dejarla nuevamente debajo de la cama y con pasos apresurados caminó hacia la puerta. En el perchero, detrás de ésta, estaba su bolso de la escuela. Metió junto a los libros el cilindro y cerró la cremallera llevándose el bolso a la espalda. Al abrir cerró tras de sí y bajó nuevamente corriendo las escaleras.

Efecto CasimirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora