Capítulo Treinta y uno: El primer día

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Backerei Striffler era sin duda, una trampa para los turistas, engañaban con el cambio y no aceptaban que les reclamase en inglés. Desde la calle, a través del cristal, se podía ver hormigas sobre los pasteles del escaparate. Los pasteles eran terriblemente secos e infructuosos, muy caro por ser una decepción. Pero, aun así, la fachada verde de cuatro pisos de la calle Alter Stadtgraben, era un lugar concurrido y abarrotado de turistas por las noches.

Adalia era la hija menor de una gitana que fue secuestrada cuando era niña por Kinder der Landstrasse, un proyecto de una fundación suiza que tenía como objetivo separar por la fuerza a sus hijos de sus padres y colocándolos en orfanatos u hogares de acogida. Adalia odiaba Kinder der Landstrasse, Pro Juventute, Suiza, Europa, el mundo entero y a su madre por vivir toda su vida lamentándose por ser uno de los 590 niños afectados por ese programa, por no volver a encontrarse con su familia y por la suerte que tuvo por encontrar malos padres adoptivos y repetir el mismo patrón con sus hijos.

Cuando cumplió la mayoría de edad, Adalia robó el dinero ahorrado para sus estudios y huyó a Alemania, queriendo comenzar de nuevo, queriendo ser una persona diferente a su madre y romper el karma generacional de su familia.

Ahora odiaba Alemania, cada persona que entraba a su cafetería y a cada persona que se le acercaba tres metros de distancia, algunas veces se preguntaba por qué tenía tanto odio en su corazón, pero la sensación que provocaba al reconocer que durante muchos años no ha podido ahorrar nuevamente el dinero para sus estudios, enternecía cualquier sentimiento de culpabilidad y responsabilidad.

Adalia aún no veía más allá de su juicio y Declan esperaba, no... Deseaba ser el primero en saber que por fin Adalia entendió el significado de su nombre y que su madre no se lo dio por coincidencia, que el dinero que había robado significaba el esfuerzo de una mujer que, a pesar de que tuvo una vida arraigada de pudor y que se lamentó toda la vida repitiendo, de alguna forma, el mismo patrón de sus padres adoptivos en sus hijos, fantaseaba con la idea de que sus hijos fueran mejores que ella y mejores versiones de sí mismos para con el mundo.

Declan sabía que los humanos eran creyentes en que el tiempo curaba todo. Que, para reconocer una acción, necesitaban tiempo, que para hacer lo que sus corazones dictaban, necesitaban tiempo, que, para reconciliarse, pedir perdón y reconocer sus acciones, necesitaban tiempo.

Para ellos, es un tiempo que suma, un tiempo que debe ser necesario.

Declan lo veía estúpido, una pérdida de tiempo.

Dejaría que Adalia perdiera su tiempo a su manera, él nunca le aconsejaba o le decía qué hacer ni cómo hacerlo, sabía que los humanos, la mayoría de las veces, hacían caso omiso a las palabras. Así que solo iba por un Pasteur, un café cremoso, pedirle algún favor al que ella accedería a regañadientes, escuchar sus quejas, mirar a una chica que iba siempre a la misma hora, fantasear que se conocían y se enamoraban y volver a la cabaña para hacer lo mismo al día siguiente.

Esa era su rutina diaria, pero Declan lo estuvo pensando un tiempo... esta vez algo cambiará.

— ¿Te estás escuchando? —Adalia escupió con una expresión de asco reflejada en su rostro—, ¡Que estupidez! —levantó las cejas y movió la cabeza de lado a lado—, conmigo no cuentes, no voy a pasar vergüenza contigo.

Declan apretó los dientes dejando marcar su mandíbula. Se preguntó qué se hacía en estas circunstancias para convencer a la persona que haga lo que le pides y recordó una pelea de unos niños que vio un par de semanas atrás.

—Yo te hago favores —masculló.

—Oh Declan, ¿De verdad me vas a sacar en cara los favores? —Adalia era el tipo de persona que alzaba mucho la voz cuando se molestaba, Declan miró a su alrededor y se cubrió más la capucha cuando las personas miraron hacia ellos-. No hagas favores si luego lo estarás sacando en la cara.

Nada estaba saliendo como había planeado.

—Adalia —suplicó en voz baja—, no sé qué decirte para convencerte, ya sabes que no soy bueno comunicándome con los demás, escuché un niño diciéndole eso a otro y el niño accedió, creí que funcionaría contigo, lo siento —admitió—, sabes que me gusta hacerte favores.

Adalia entrecerró los ojos, hizo una mueca en los labios no muy convencida y lo miró de arriba abajo.

—Lo haré —accedió.

Declan hizo el esfuerzo por no sonreír, su plan de hacerla sentir culpable funcionó.

— ¿Cuánto falta?

Declan miró su reloj y ahí sí no pudo reprimir una sonrisa. —Sale del colegio a las tres, siete minutos se tarda caminando hacia acá, pero son las tres y diez, seguro se entretuvo con algo o alguien, pero sé que vendrá.

Adalia levantó tanto sus cejas que su frente se arrugó, abrió completamente la boca y espabiló lenta y pausadamente.

— ¿Está en el colegio? —Levantó la voz, Declan dio un pequeño salto del susto y se acomodó en su silla—, voy a llamar a la policía -agarró su teléfono y lo desbloqueó.

—Adalia —la detuvo Declan—, ¿De cuántos años parezco?

—No se trata de cuánto parezcas —guardó un minuto de silencio y parecía unir un rompecabezas mental—. Dime Declan, tu edad. Porque... qué casualidad que un chico, de cual no se sabe nada, viva en lo más alto del monte Everest, baje al pueblo, se haga amiga de la chica repudiada del pueblo, le saque información sobre todos en el pueblo, quiera, de repente, conocer a una linda y joven señorita.

Puso otra vez esa expresión de asco de Declan odiaba.

—No eres la chica repudiada del pueblo —recordó—, tú eres la que repudia al pueblo. Además... ¿Qué he hecho yo para que pienses así de mí? Deja de ver "Vecinos asesinos" y absurdos programas que ves y dejar de pensar que todo el mundo es-.

Declan guardó silencio cuando la campana de la puerta sonó, alguien había entrado y, según el cálculo cronológico que había tomado por semanas, creía saber quién era. Adalia miró por detrás de él y abrió ligeramente los ojos, miró nuevamente a Declan y lo vio tomar aire profundamente, cerrar los ojos y lamerse los labios. Su cara maldecía por lo bajo.

Se levantó de la silla lanzándole una mirada de muerte a Adalia y tomando el abrigo que había dejado en el banco de al lado, caminó hacia la puerta donde recién había entrado la chica pasándole por un lado sin inmutarse.

Efecto CasimirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora