"La esperanza se tuerce a ilusión y luego vuelve al dolor,
así que goza, en silencio y sin mirar.
Y luego... siente.
En el gozo y dolor en simultáneo.
Entonces la esperanza se volverá agridulce."
Gabriel y Eliot se ven distanciados después de que Ga...
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Capítulo 5
~Gabriel~
Enero
El día que conocí a Eliot no fue realmente especial.
Lo recordé ahora que estaba viendo una mala película de vaqueros en el cable, porque justamente estaba viéndola cuando entró al departamento detrás de Emil, una tarde de finales de abril, durante nuestro primer año en ese departamento.
Apenas si teníamos un televisor, un sillón viejo y una lámpara en un rincón de la sala-comedor; en ese tiempo no teníamos la mesa en el fondo y tampoco teníamos más que un mini refrigerador y un hervidor para hacer té y café instantáneo.
Emil llegó de buen humor, como no había pasado en semanas. Estaba sufriendo algo así como una depresión por estar lejos de casa y por lo extenuante que eran sus clases en la academia y solía llorar diciendo que no podía seguirles el ritmo a sus compañeros y compañeras.
Pero, ese día, apareció junto a Eliot riéndose a carcajadas y eso me entusiasmó mucho.
—Gabriel, estabas en casa —me dijo cuando pausé la película y me quedé viéndolos entrar.
Eliot traía el cabello con un mal corte, ropas anchas y un bolso negro gigante que se veía desgastado.
No me llamó realmente la atención, aunque no podía negar que era bastante atractivo.
—Te presento a Eliot —había dicho Emil, apuntando al recién nombrado—. Es un compañero del grupo de baile al que me uní hace poco.
—Hola —saludó él, extendiendo su mano para estrecharla con la mía y sonriendo en el acto.
Debí haber sabido que esa sonrisa iba a enamorarme prontamente.
—¿Ahora traes citas al departamento, Emil? —le pregunté medio en broma.
—Oh ¿soy el primero? —me siguió la broma Eliot, mirando a Emil con picardía y, por un instante, creí que de verdad era algo así como una cita, hasta que Emil lo empujó con fuerza y cara de fastidio, para luego dirigirse a la cocina y dejando a Eliot riéndose ante lo ocurrido.
—Ni en tus sueños —exclamó mi amigo cuando ya había desaparecido de mi vista y yo no pude evitar soltar una carcajada.
—Es broma, solo somos amigos —aclaró Eliot como si nada y procedió a sentarse en el sofá junto a mí—. Lamento interrumpir tu película.
—Estaba horrible de todos modos —respondí, encogiéndome de hombros.
—Deberías ver películas de terror. Son mis favoritas.
—¿Bromeas? No soporto las películas de terror.
—¿Por qué? Son buenísimas. Me rio todo el tiempo. —Lo miré extrañado ante la naturalidad de sus palabras.
—Creo que no vemos las mismas películas de terror, amigo. —Él soltó otra carcajada y negó con la cabeza antes de clavar sus ojos en mí.
Ojos bonitos, grandes, un poco almendrados, oscuros y profundos.
Tenía una mirada sincera y carismática y su sonrisa era muy, muy bonita, con sus dientes blancos y casi completamente alineados, de no ser por esas paletas que sobresalían un poco.
Eso es lo que más recuerdo de ese día. Su sonrisa.
Eliot encajaba muy bien con nosotros, porque era igual de idiota. Comprendí casi de inmediato por qué Emil decidió llevarlo a la casa y hacer que nos conociéramos, ya que los tres desarrollamos una sinergia divertida y cómoda en poco tiempo y la presencia de Eliot comenzó a ser cada vez más frecuente en mi día a día.
Descubrí que comía como si no hubiese un mañana y tenía gustos raros en películas.
Al menos, eso lo fui aprendiendo con el tiempo, que éramos distintos en muchos sentidos, pero también nos parecíamos en otros; ambos éramos un poco desordenados y nos gustaba hablar de cosas como extraterrestres, cervezas y café. A mí me gustaba lo dulce y a él le gustaba comer cualquier cosa y también éramos malos para madrugar.
Nos gustaba el otoño. El color ocre y el viento fresco.
También nos gustaba la playa y los animales.
Eliot y yo éramos amigos, cercanos. Pasamos cumpleaños juntos, exámenes y fiestas como año nuevo.
Pasábamos mucho tiempo a solas también, entre conversaciones ridículas y llantos cuando los estudios se nos hacían difíciles.
Nunca hablamos de corazones rotos, más allá de nuestros amoríos adolescentes. Nunca hubo alguien más, salvo Emil, Simón, Melisa y Damien; pero éramos Eliot y yo.
Eliot y Gabriel.
Éramos...
En mi viaje al pasado recordando momentos junto a él, no pude evitar recordar la noche en que caí en cuenta de que me gustaba de otra forma, la noche en que se quedó a dormir en el departamento tras haberle ayudado en una de sus materias de la universidad.
Eliot y yo habíamos compartido cama anteriormente, pero esa noche nos acostamos hombro con hombro —en lo estrecha que era mi cama— mirando el techo de mi habitación, divagando entre lo difícil que eran las cosas, de todos los sacrificios que había que hacer para tener un título universitario o poder surgir como artista; de que los sueños que uno tiene de niño a veces lucen inalcanzables y, muchas veces, imposibles.
Esa noche, Eliot tomó mi mano en medio de las sábanas y me mostró su vulnerabilidad y yo le mostré la mía, ambos llorando silenciosamente y dejando que las lágrimas bajaran por nuestras mejillas hasta humedecer la almohada que compartíamos.
Había entrelazado mis dedos con los de él, sujetando con fuerza su mano cada vez que un sollozo nos abordaba y entendí que la palabra intimidad era más compleja que simplemente tener sexo con alguien; que intimidad también podía ser ese momento de almas desnudas mostrando temores y anhelos, ese momento que nos regalamos en la caricia de una noche sin luna.
Esa noche, con la calidez de su mano sobre la mía y su respiración acompasada a mi lado cuando nos ganó el sueño, supe que me gustaba algo más que el Eliot que reía ante mis malas bromas o que se desgastaba bailando; supe que me gustaba su fortaleza para despertar al día siguiente y regalarme una sonrisa y un «gracias» sin siquiera haber bebido una gota de su amado café o de haberse cepillado los dientes.
Supe que mi sentimiento era tan complejo y sencillo como que su mano se aferró a la mía sabiendo que la sostendría sin dudar y que, a su vez, en un reciproco sentimiento, yo también me aferré a la de él.
La película terminó con una música lenta y anticlimática, inundó la habitación con los créditos pasando despacio y la luz del sol bajando lentamente en sombras sobre el departamento.
La soledad me pesó de pronto cuando miré hacia mi lado y ya no estaba ese compañero que se burlaría de la mala calidad de la película y con quien fingiría ser un vaquero cuando estuviéramos pidiendo comida rápida para la cena.
Viví en la ilusión de una relación con Eliot. En la esperanza de que esas charlas inagotables, esos abrazos espontáneos y esas sonrisas sinceras serían para siempre y que era todo lo que necesitaría de él.