Capítulo -1: La Apuesta.

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El camino de cipreses se hacía cada vez más angosto por aquella vereda alargada, como si nunca tuviera fin. El clima otoñal formaba un ambiente gélido y húmedo dentro del vehículo, dónde su acompañante se había quedado dormida hacía más de media hora atrás.

No tenía previsto regresar acompañado a su hogar, jamás lo hubiera imaginado en ninguno de los casos, pero la presencia de esa muchacha de largos y lacios cabellos color castaño oscuro fué sorpresiva incluso para él mismo.

Daishinkan era un hombre bastante reservado en tanto motivos personales, solía viajar mucho por el país por motivaciones laborales y, en ocasiones, solía salir con sus socios de negocios en las noches al finalizar u sellar un negocio.

Fué así como una noche de sábado, una semana atrás, terminó metido en un bar bastante concurrido en esa ciudad. La noche transcurría tranquila entre anécdotas y conversaciones que ya había olvidado, cuando unos hombres al fondo del lugar opacaron el buen ambiente con riñas y discusiones. Estaban jugando poker y apostando.

El interés de los hombres se hizo notar ante un hombre que fanfarroneaba con ser el mejor y que nunca había perdido una partida.

Un socio de Daishinkan fué el que alardeó que él jamás perdía y que era el mejor.

El hombre incrédulo invitó a Daishinkan a una partida jurando que perdería, pero él se negó rotundamente. Sin embargo, la insistencia de muchos de los presentes lo empujaron a aceptar jugar una partida, apostando una generosa cantidad de dinero.

Cómo sus socios lo esperaban, Daishinkan ganó. El regordete hombre le dió una calada a su puro y propuso una partida más, apostando el doble de la suma. Él aceptó, y de nuevo ganó. El regordete hombre sintiéndose humillado y enojado, propuso jugar una vez más, y de nuevo ganó Daishinkan.

Así estuvieron tres partidas más, dónde la suma se multiplicaba una y otra vez, y todas Daishinkan las ganó con agilidad, hasta que el abatido hombre bajó la mirada avergonzado.

—Te diré la verdad —le dijo el regordete hombre bastante apenado—. Ya no tengo nada que apostar, todo lo he perdido, ni siquiera tengo una propiedad que darte como pago.

Ante la declaración del hombre, Daishinkan alzó una ceja.

—Pero en tus manos no veo anillo, lo que significa que no estás casado —Daishinkan miró sus manos para después bajarlas de la mesa y pegar su espalda contra el respaldo de la silla.

Tenía razón, ya no estaba casado, era viudo y tenía 13 hijos. Debía admitir que ese hombre era observador y astuto ante lo que estaba por proponer.

—Te ofrezco a mi hija como pago —dijo como si de un perro o una cabra de tratara—. Es joven, educada, buena ama de casa en lo que cabe, también es pura. Sería una buena esposa para tí, ¿No lo crees?

A Daishinkan lo descencajó la naturaleza con la que ese hombre regalaba a su hija como si fuera cabeza de ganado o moneda de cambio a un completo desconocido. Simplemente era asqueante.

Se cuestionó mucho aceptar aquella propuesta por sus principios y valores, pero al final terminó aceptando por motivos que sobrepasaban su comprensión de sí mismo.

Así, una semana después estaba de camino a su casa con una mujer que apenas hablaba, por lo que poco o nada conocía de ella y viceversa.

Ya se había casado con ella una noche después de aquella apuesta, sin embargo, no la había tomado aún. Le parecía impropio tratándose de las circunstancias que los llevaron a estar juntos como un matrimonio.

Vió a la muchacha agitarse en sueños, tal vez por el frío.

El invierno de 1898 parecía que iba a ser uno de los más fríos y crueles de la última década.

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