Capitulo XXVI

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Base central de la UEDFAM (Washington DC)

Damián Miller

Me siento exhausto. Las sombras de la noche se ciernan sobre nosotros mientras Dominik y el general Romanov discuten acaloradamente a mi lado. Hemos buscado a Atenea por cielo, mar y tierra. Cada pista se desvanece como el humo entre los dedos. Ninguno de nosotros quiere hacerle daño; solo deseamos respuestas, claridad en este enredo que nos consume.

—Es inútil—gruñe Romanov con frustración. —Las pistas apuntaban a Berlín, pero hemos peinado toda Alemania sin encontrar ni un solo rastro de ella. Otra vez, se nos ha escapado.

El desánimo se palpa en el aire, pesado y denso. Cada queja es un eco de mi propio cansancio, pero no puedo rendirme, no cuando tantas preguntas me atormentan. Necesito encontrar a Atenea, confrontarla, y preguntarle por las palabras que dejó caer sobre mi madre antes de desaparecer. No entiendo... ¿Por qué dijo eso?

Y luego está Hera, la hermosa ninfa de la que llevo tanto tiempo enamorado. Desde que Atenea la rescató, Hera yace en coma en el hospital central de la UEDFAM. Una semana ha pasado ya, y yo, fiel a su cabecera, esperando el milagro de su despertar.

—Voy a salir—anuncio, interrumpiendo el murmullo de lamentos.

Dominik me mira con estrañeza.

—¿A dónde vas?

—A ver a Hera—respondo con una voz que apenas reconozco, teñida de una mezcla de esperanza y desesperación. —Ella me necesita.

Sin esperar una respuesta, me dirijo hacia la puerta, hacia la única luz que aún brilla en la oscuridad de mi mundo.

La noche me envuelve en su manto mientras me dirijo hacia el hospital. Las calles están desiertas, y el único sonido es el eco de las bocinas de los autos, marcando el ritmo de mis pensamientos agitados. La imagen de Hera, inmóvil en una cama, me persigue, y la impotencia me corroe.

Al llegar, el hospital está en calma, un contraste cruel con la tormenta que arrecia en mi interior. Subo a la habitación de mi ninfa, y allí está ella, tan hermosa y distante como la luna. Me siento a su lado, tomo su mano tibia entre las mías y le hablo en susurros.

—Ninfa, despierta. El mundo no es lo mismo sin tu luz—murmuro, pero ella no responde. La máquina a su lado emite un pitido constante, recordándome que la vida sigue fluyendo en ella, aunque sea en el más mínimo grado.

Paso horas contemplándola, esperando un milagro, hasta que el amanecer se filtra por la ventana. Es entonces cuando siento una presión leve en mi mano. Mis ojos se abren de par en par, y veo los suyos, tan azules como el cielo, me miran con una claridad que creí perdida.

—Mmm...mmm— intenta hablar pero el tubo que tiene en su garganta le dificulta la tarea.

— Tranquila — digo con suavidad tratando de calmarla — No intentes hablar o te lastimaras. Ya va a venir el doctor.

Una sonrisa ilumina mi rostro, al verla tan viva que no me puedo sentir más emocionado. 

—Has vuelto a mí— digo, y el alivio me inunda. Por fin, después de tanta oscuridad, la esperanza renace.

La habitación se llena de una luz tenue, y el mundo parece detenerse en ese instante. Hera me mira con ojos llenos de vida, y cada respiración suya es una promesa de días mejores. El doctor entra, sorprendido por el cambio repentino, y rápidamente revisa los signos vitales de la ninfa. Todo indica mejoría, y el alivio se refleja en mi rostro.

—¿Qué ha pasado?— pregunta con voz débil e apenas entendible.

—Has estado en coma, pero lo importante es que estás aquí, con nosotros— le explico, apretando su mano con cariño.

La Diosa Del Enigma ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora