Capitulo XXIX

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Washington DC

Atenea Petrova

Por fin después de tres tan esperados años me encuentro en la sala del tribunal, rodeada de hombres y mujeres que me miran como si fuera una aberración. El aire está cargado de tensión, y puedo sentir los ojos de todos sobre mí. El juez, un hombre mayor con una mirada escrutadora, me observa desde su asiento.

—¿Cómo se enteró de toda esta información? —pregunta con voz firme—. Usted estaba encerrada en la cárcel de máxima seguridad de la UEDFAM. ¿Cómo pudo saber lo que estaba sucediendo afuera?

Sonrío, sabiendo que mi respuesta sorprenderá a todos.

—No hizo falta que entrara el sol a mi celda para saber lo que estaba pasando a mi alrededor. Las sombras hablan y los susurros traspasan las paredes. Las evidencias están ahí, irrefutables. Todos aquellos que me dieron la espalda, pensando que era una traidora, hoy son testigos de que siempre dije la verdad.

Giro la cabeza para ver a mi padre y a mi hermano. Sus rostros reflejan el asombro y la incredulidad. El general Alexander Miller, a quien una vez serví con lealtad, me observa con dolor en los ojos. Damián, mi hermano, muestra arrepentimiento en su mirada.

Todos en la sala me observan con vergüenza. Pero yo no siento nada. Soy Atenea, la testigo de la verdad, y mi conocimiento trasciende las rejas de esta sala.

Desde mi posición observo al juez con una mezcla de desprecio y diversión. El hombre, con su traje impecable y ceño fruncido, intenta mantener la compostura mientras las evidencias se acumulaban en mi favor.

—Señor  —dice uno de los generales que lo acompañan — no podemos negar lo que está frente a nosotros. La señorita Petrova tiene razón. Las pruebas son irrefutables.

El juez carraspea y mira a todos los presentes.

—Atenea, efectivamente las evidencias están a su favor. La UEDFAM le dará las disculpas que se merece y resolverá todo el asunto lo antes posible.

Me rio a carcajadas. Las disculpas no me interesaban en lo absoluto. No después de todo por lo que he pasado.

—¿Disculpas? —digo, mirándolo con desdén—. No quiero unas tontas disculpas. Quiero libertad.

La sala se convierte en un escándalo. Los soldados que resguardan al hombre se ponen tensos, apuntando sus armas hacia mí con mayor intensidad. Pero no me importa.

—No estaré al lado de la organización que me encerró y condenó sin apelación. No me dejaron defenderme. Fui traicionada por aquellos en quienes confiaba.

El juez me mira con incredulidad. Sabe que no pueden dejarme ir. La libertad no es una opción para alguien como yo. No soy una persona común. Soy la mujer que había jurado proteger a la humanidad, incluso cuando la humanidad me ha dado la espalda.

Doy un paso al frente, mi mirada está fija en el hombre que sostiene mi destino en sus manos. Me paso la lengua por los labios para humedecerlos y giro un poco la cabeza.

—Libertad —susurro—Eso es lo que quiero. Y no descansaré hasta obtenerla.

La sala se queda en silencio. Todos saben que no pueden dejarme ir, pero también sabe que no pueden retenerme. La organización ha cometido un error al encerrarme. Ahora, es mi turno de jugar mis cartas.

El tribunal esta en silencio, un silencio que pesa más que las cadenas que alguna vez me ataron.

— ¿Entonces que hará señor juez?—cuestiono con voz firme, resonando en las paredes del recinto como un eco de guerra.

La Diosa Del Enigma ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora