Capítulo #7: La Irresolución.

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Edward se encontraba de pie frente a la ventana de su habitación, en el segundo piso. Los rayos del sol se filtraban a través de las cortinas, iluminando su rostro concentrado, pues estaba absorto en sus pensamientos sobre cómo expandir su negocio del restaurante y, al mismo tiempo, el de artefactos mágicos.  A pesar de su apretada agenda de trabajo, Edward era consciente de las oportunidades que el tiempo le ofrecía.

Al mirar su reloj, una sonrisa se dibujó en su rostro:

—Es hora...

Decidió tomarse un descanso y se dirigió a la cocina para preparar el desayuno, una rutina inviolable en su día a día. Con un gesto elegante, hizo levitar la tetera para que el café se calentara por sí solo. Mientras los ingredientes para sus huevos cocidos se preparaban, los huevos chocaron entre sí, soltando sus claras en la sartén ya sobre la estufa. Observando los movimientos a su alrededor, Edward notó que la mesa corregía algunas arrugas en su mantel rojizo.

Al acercarse a la tostadora, le dio un toque ligero, haciendo que varias tostadas salieran disparadas al aire. Al ver que no cesaban, exclamó:

—¡Ya es suficiente!

Las tostadas quedaron suspendidas en el aire, la vasija con mantequilla se ofreció para que la cuchara untara su producto en las tostadas, cubriéndolas con su delicioso manto amarillo, y luego, como en una danza, se deslizaron hasta caer suavemente en un plato sobre la mesa.

Mientras el mago se disponía a sentarse en "la nada", una silla se acercó rápidamente para llenar el espacio vacío, y finalmente, el café y los huevos cocidos se depositaron junto a las tostadas. El estómago de Edward no podía esperar más.

—¡Buen provecho!

Después de terminar el desayuno, confiando en que el detergente y el grifo harían el trabajo restante, decidió hacer una visita rápida a Annabelle y Henry antes de dirigirse al restaurante.

Vistiéndose con su ropa de trabajo habitual, Edward salió de casa. El cambio de temperatura de cálido a frío fue instantáneo, algo a lo que ya estaba acostumbrado. En su camino, pasó junto a la estatua de Eluard Faraday, que le hizo una reverencia quitándose el sombrero; Edward respondió con una sonrisa.

Al llegar a casa de Annabelle, tocó el timbre y la mujer de pelo castaño y ojos marrones abrió pronto la puerta, con aspecto de haber estado limpiando el sótano.

—¡Max! ¿Qué haces aquí? Pensé que estarías trabajando —saludó Annabelle con un abrazo, a lo que Edward respondió con una sonrisa.

—Estaré allí en unos minutos.

—Entra.

Una vez dentro, Edward observó que la acogedora casa no había cambiado, aunque se notaba más silenciosa de lo habitual.

—¿Cómo has estado? ¿Y Henry? —preguntó Edward.

Annabelle lo miró confundida.

—Estoy bien... ¿Pero quién es Henry?

—¿Cómo que quién es Henry? Tu curioso y adorable chico de ojos verdes —respondió Edward, desconcertado al notar la reacción de Annabelle, y al ver que seguía sin entender, añadió—. Es tu hijo...

Annabelle frunció el ceño, visiblemente molesta.

—¿De qué estás hablando, Max? Sabes que no puedo tener hijos.

Edward estaba desconcertado, pero decidió seguirle la corriente ante la evidente confusión.

—Lo siento, fue una broma de mal gusto.

—Mejor que lo sea —replicó Annabelle, un poco molesta.

Tras esta extraña conversación, se dirigió hacia el restaurante, pero en el camino, como si alguien tratara de decirle algo, se encontraría con otra sorpresa.

Mundo Imperfecto: La Profecía del Último MagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora