Capítulo #10: Encuentros en la penumbra.

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LA NOCHE HABÍA CAÍDO sobre Blackburne, y caminando bajo su oscuro reflejo se encontraban Henry y Edward, dirigiéndose hacia el callejón que servía como nexo entre ambas Blackburne.

—¿A dónde vamos? —preguntó Henry, sin poder ocultar la emoción en su tono de voz.

En la acera del frente se encontraron con la estatua de Eluard Faraday. Henry se quedó observándolo, y vio cómo este le guiñaba un ojo.

—Ya lo verás por ti mismo —respondió Edward.

Henry pensó que algo tenía a Edward ansioso, lo normal era verlo siempre relajado y sonriente, pero su rostro no denotaba signos de su acostumbrada amabilidad, y Henry tenía que esforzarse para seguirle el paso. Tal vez no debería hacerle más preguntas y limitarse a seguirlo.

Adentrándose por el callejón, pasaron frente a la entrada del Blackadder, trayéndole recuerdos a Henry. No podía distinguir si eran buenos o malos, ya que a pesar de las horribles criaturas, una sensación de plenitud interior lo había envuelto por aquel entonces. Aunque su mente se distraería enseguida al llegar al otro lado, pues Henry se detuvo sorprendido: era la calle que daba directo al parque “sin nombre”.

—Esto cada vez me confunde más —murmuró. Luego de sus palabras respiró hondo y volvió a seguir a Edward.

Ese mismo día, cuando Henry acababa de llegar de la escuela, Edward no se encontraba por ningún sitio, y no iba a ser hasta la noche que regresaría. Aunque nada más hacerlo le dijo que tenía algo que mostrarle. Henry, en ese momento, sintió su estómago removerse, ya que siempre veía cosas únicas y especiales pero a la vez muy aterradoras. Por eso esperaba que en esta ocasión fuera diferente.

Una vez en el parque, para sorpresa de Henry, estaba lleno de niños correteando, dos mujeres peleándose por un tal Fredewich y otras simplemente sentadas. Pero «¿cómo puede ser posible?», pensaba el joven, en ese parque nunca había nadie.

—No sabía que se llenara tanto por las noches —comentó Henry mirando a todos lados.

—No son personas, aunque alguna vez sí que lo fueron —lo corrigió Edward, siguiendo hasta la fuente central, de la cual salía una especie de líquido espeso color negruzco.

—¿Entonces, qué son? —preguntó el chico.

—Son personas que fallecieron con algún arrepentimiento, y casi siempre con deseos de venganza. En pocas palabras, espíritus vengativos.

—Ahora entiendo —murmuró Henry observándolos, cuando un escalofrío escurridizo escaló por su espalda—... Nunca pensé que los fantasmas se vieran tan reales.

—Debes tener mucho cuidado con ellos, a veces pueden pasar por tu lado y tú ni siquiera enterarte de que no pertenecen al mundo de los mortales —dijo Edward—, y son muy irritables. Estos de aquí deambulan como espíritus sin norte así que mejor no darles propósito, podrían perseguirte por el resto de tu vida. Si me preguntas, no tienen nada mejor que hacer.

—Pero ellos no son la razón de venir, ¿cierto? —inquirió Henry, interrumpiendo a Edward.

Edward evadió la pregunta mirando al cielo estrellado. Henry se molestó un poco y cuando iba a abrir la boca para decirle algo, Edward se adelantó:

—Esas son las gárgolas que cuidan este lugar —dijo señalando hacia arriba. Henry también miró, notando que eran dos gárgolas (ambas se asemejaban a Gol en sus formas, pero sus rostros carecían de expresión alguna). Henry siguió su trayectoria mientras volaban en círculos, descendiendo lentamente hacia un banco vacío. Removieron sus alas y permanecieron inmóviles. El chico observó atentamente todo el proceso, sin parpadear.

Mundo Imperfecto: La Profecía del Último MagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora