12 dejar la vida en sus manos

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La suave melodía de piano bañaba el gran salón de palacio. Los candelabros de cristal encendidos con miles de velas colgaban de los altos techos en bóveda. Estatuas de doncellas y diosas adornaban las paredes junto a rosas recién cortadas del jardín.

El suave aroma a jazmín inundaba cada rincón solo para ser sustituído por el gran banquete que se servía en la alargada mesa. Varias alfombras reducían el sonido de los pasos mientras las altas damas, y la familia real se reorganizaban en cada asiento. Los caballeros últimos en sentarse eran una uve al contrario del Rey presidiendo la mesa con la reina a su derecha e hija a su izquierda.

Los sirvientes iban y venían dejando cerdo, pavo, verduras, vinos y frutas perfectamente ordenados en la mesa.

Un movimiento de mano, por parte del rey, y pronto comenzaron a tintinear los cubiertos sobre la cerámica de los platos. El vino pasando de mano en mano, copas al aire, copas vacías y llenas.

El rey parecía especialmente felíz hoy. Su rostro besado por el sol mostraba las arrugas por el paso del tiempo. Marcando sus enormes ojos negros unas profundas ojeras ya permanentes, su cabello apenas aferrándose a su prominente calvicie, un rostro afeitado a consciencia.

Ropas brillantes en oro, una chaqueta del color del cielo que recogía su gran figura, estaba hecho única y exclusivamente para él.

Un hombre que aparentaba ser tranquilo y manso, ofrecía su copa a la princesa para llenarla de un rojo vino. Un gesto que otros podrían confundir con amor paternal, pero no podía estar más lejos...

Las apariencias siempre engañan, y la reina de Skotadi era la prueba viviente de ello. Vestida en un brillante vestido amarillo. Relucía en joyas de oro, con su cabello rojizo atado en un moño bajo del cual sobresalen dos horquillas de oro con diamantes. En sus dedos sólo se encontraba el simple anillo de matrimonio, un recuerdo viviente de su razón para ser una segunda en todas las cuestiones del reino.

La mujer de rostro pálido como la princesa sonreía con gracia, delicadamente troceando la carne.

Si alguno de los presentes supiera que su verdadero amor no iba ni hacia su hija o marido...

Todo un escándalo, que casi todo palacio conocía.

Las palabras que una vez fueron dirigidas a la princesa resonaban en mi cuerpo cada vez que la veía "necesitaba una reina y tú querías una madre"

Crueles, venenosas.

La reina de Skotadis era la mujer más oscura del lugar.

Vasi apenas cruzaba mirada con sus padres, envuelta en un escotado vestido carmesí, con su cabello recogido en un moño intrincado de trenzas rubias, parecía desesperada al verse envuelta en una conversación con el duque. Un hombre no mucho más mayor que Yamini, de tez oscura como la noche y una barba bien arreglada,

De pié, pegados a las paredes habían guardias esparcidos, y después estábamos Asier y yo, junto a las dos enormes puertas de entrada. Esperando.

De labios rojos y mejillas sonrojadas, había una chica, un poco más joven que yo, quizás en finales de su adolescencia. Casi no despegaba su mirada de nosotros. Era la primera vez que la veía. Pálida y preciosa, con flequillo desordenado y un cabellos tan oscuro que parecía la misma oscuridad. Sus ojos brillaban azules, pero había jurado verlos castaños al entrar.

Vestida en ropas verdes y pudorosas, se mantenía tímida al otro extremo del salón.

Levanté una mano para retirarme un mechón suelto de la trenza, y las pulseras tintinearon con gracia, corriendo por mi brazo desnudo.

Hija de la luna (1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora