[I]

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El príncipe Daemon había vuelto luego de ganar contra La Triarquía. Al ceder su corona a Viserys, su hermano y rey, logró recuperar su confianza, dejando muy atrás el hecho de que había partido en primer lugar por haber sido exiliado.

Luego de hacer dormir al pequeño Aegon (que no tenía más de cinco lunas), Alicent se había acoplado a la charla que Rhaenyra, Viserys y Daemon estaban teniendo en los jardines.

—Unos nuevos tapices se colocaron en la sala sur del castillo en el tiempo que no estuviste, quizás te agrade verlos —sugirió la pelirroja con una sonrisa.

Viserys estalló en risas.

—¿Tapices? ¿Crees que a Daemon le interesaría esa estupidez? Vamos, mujer, que sin sentido —se burló el rey aún entre risas.

—A mí sí me interesaría verlos más tarde —respondió Rhaenyra.

—Cosas de mujeres —se volvió a burlar el rey.

Ya llevaban más de un año de casados. A sus veintitrés años Alicent gozaba de poder hacerse llamar «reina consorte», y aunque el título le agradaba, la verdad que eso era sólo parte de un fin mayor para el que la prepararon hasta antes de nacer.

Con dificultad, la joven, se había librado de la compañía de Rhaenyra, no había nada en contra de ella, pero su cercanía era un peligro. Uno que no estaba dispuesta a correr aún. Lo cierto es que ella estaba mucho más conforme cuando la princesa se encontraba furiosa por el nacimiento de Aegon y no le hablaba.

Se paró frente a uno de los tapices que ella sola había decidido ir a ver. Visenya, Aegon, Rhaenys. Los tres conquistadores.

—Es magnífico —entonó Daemon detrás de ella.

—No esperaba verte por aquí —confesó girándose.

—¿No me sugeriste venir?

—Lo hice, pero pensé que, quizás, mi esposo tenía razón.

—Lo habría tenido si la imagen fuera otra, me dijeron que tú pediste que los confeccionaran, me pareció extraño.

—¿Por qué?

—El fondo retrata la destrucción que provocó la conquista —señaló otro tapiz cercano—, dijiste que te parecía una barbarie.

—Bueno, cambie de opinión —musitó mirando el tapiz.

—Cambiaste en muchas cosas.

—Te fuiste un largo tiempo a la guerra, la gente cambia.

—Pareces otra, Alicent.

«Es demasiado perceptivo» pensó mientras se giraba para verlo directamente.

—Ahora soy reina consorte, parte de la familia real, y me familiarice con la historia de los Targaryen, es propio que haya dado un vuelco completo en mí —se justificó.

—Te ganaste a mi hermano, ¿cuántas veces habrás ido a sus aposentos para hacerlo cambiar de opinión sobre volverse a casar?

Y quizás Alicent, la verdadera, hubiera sentido vergüenza sobre lo cierto que eso era. Pero quién estaba frente a él no podía contenerse ante sus provocaciones.

—No necesite muchas, puedes preguntarle a tu hermano lo buena que soy complaciéndolo...

Y entonces la mano de Daemon se ubicó en su cuello y apretó lo suficiente como para causar molestia. Para la enorme sorpresa del príncipe una fina daga se colocó en su propio cuello, justo en su yugular.

—Suéltame ahora —exigió la reina.

Aquellos ojos llenos de fuego no podían ser los de ella, era imposible.

PROFECÍA DE SANGRE Y FUEGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora