Un Beso.

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Abril de 1995.

6:30 AM.

Nueve años atrás, Gian dormía profundamente en su habitación. En cualquier momento su abuela lo despertaría con un beso para darle el desayuno, como de costumbre.

Pero no ese día.

Vagamente recordaba aquel detalle, la importancia de lo cotidiano suele pasar inadvertido bajo nuestras narices, pero era igualmente habitual para él despertar por la carraspera de su abuelo y el tono alto con el que discutía.

Robert Miller fue y seguía siendo un hombre egoísta que usaba a las personas; culpaba a otros por sus acciones y estado de ánimo. Si las cosas iban mal en el fútbol nacional o tenía diferencias con sus amigos, buscaba cualquier detalle en casa por el cual desquitarse con su esposa, o plantar un escobazo al gato.

Discutir era su actividad favorita. Si llevaba la razón ¿Qué importaban los sentimientos ajenos? Él hacía lo correcto. Criado en el absoluto machismo, fue su madre quien le enseñó que el mundo pertenecía a los hombres. Que las emociones eran cosa de mujeres, ciudadanas de segunda clase cuya única función era servir y engendrar.

No muy lejos de la misma crianza estuvo su esposa. A sus setenta años, la señora Mariel seguía considerándose insuficiente, una "mujer mula" por su infertilidad, la que orilló a su esposo a la vergonzosa necesidad de buscar amoríos y concebir hijos fuera del matrimonio.

Incumplido su principal deber como esposa, asumía los malos tratos como un mal merecido.

Vivía cuidando que todo fuera del agrado de su esposo, y justificaba su enfado.

¿Que si ella sufría viviendo así? No le importaba. Estaba cansada. Creía que la única culpable y perjudicada era ella misma.

Pero ahí estaba Gian. Su gatito. Su niño. El pequeño milagro que los dioses le concedieron bastante tarde, a sus sesenta años. A quien, por no llevar su sangre, el señor Miller nunca consideró un hijo.

Grandes ojos, celestes y temerosos, se asomaron en la puerta de su habitación. El reciente portazo hizo saber a Gian que el abuelo se había ido, y que podía salir de su escondite.

Presurosa, la abuela se secó las lágrimas para saludarlo sonriente. Se inclinó con los brazos extendidos, recibiendo un fuerte abrazo que devolvía la vida a su corazón.

Destellos arcoíris flotaban en lo alto, desvaneciéndose. Los pasteles del día estaban listos sobre el mesón y la isla de la cocina, sólo faltaba llevarlos abajo, al mostrador de la cafetería, tarea en la que a Gian le gustaba ayudar, pues resaltaba su perfecto equilibrio felino.

A las 6:55 de la mañana el menor se había duchado, vestido, preparado su mochila, y llevaba el estómago lleno, listo para ir a la escuela. Misma hora en que su abuela se ponía el delantal, pocos minutos antes de abrir la cafetería.

¿Demasiado temprano? No; muchos de los habitantes de Ange y Enghan, el pueblo del otro lado del río, trabajaban en la ciudad de Yuyeog y se levantaban de madrugada para tomar el ferry y bus. Ubicada ante la costanera principal, a metros del muelle, "La Cat-fetería" ofrecía un excelente desayuno para comenzar el día sin apartarse de sus rutas.

El aroma del pastel del pastel de manzana se mezclaba con el del café recién molido. La vainilla aguardaba junto a la crema, y Gian entre los brazos de su abuela.

En su forma humana, con la mochila puesta, recibía mimos y besos sobre su perfumada cabellera. Esos cinco minutos diarios antes de la despedida eran sagrados para ambos. El vínculo que le había concedido consciencia humana al minino era tan estrecho que, aún sin palabras, ella podía leer cada detalle de su comportamiento.

Corazón FelinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora