Primera noche

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—Tranquilo, te tocaré suave —aseguró Jonas con voz dulce. Sus manos sudorosas e inquietas, con el trozo de gasa empapada entre los dedos, delataban nerviosismo—. Seré tan suave que terminaré antes de que te des cuenta, ¿sí?

Capuchino llevaba más de cinco minutos tendido panza arriba en la cama, esperando a que su nuevo cuidador de una jodida vez limpiara su herida, como la veterinaria pidió. En un comienzo fue paciente y aguardó exponiendo su máxima dulzura, se esforzaba por agradar, pero algo comenzó a hacer ruido en su cabeza.

«¿Te doy asco, acaso?». Agitó la cola descontento. Cuando Jonas se levantó para releer las instrucciones de la doctora a modo de excusa, su actitud fue clara a ojos del felino.

Gian resopló abatido, apoyando el mentón en el colchón. La ilusión de ser querido y cuidado por un buen amo se desplomó junto al efecto de la anestesia que lo mantuvo entre nubes rosas todo el día.

Clavó las garras en la sábana al sentir la gasa fría. «Puta gente, tienen razón ¡Sigo siendo idiota e ingenuo!». Bufó rabioso, usando el roce en la herida como excusa para su rabieta sin admitir que era algo más lo que le dolía.

La gente amaba a los gatos, los "lindos y pequeños peludos sin consciencia", cuyas travesuras no merecían ser juzgadas. Pero los catzul eran condenados por las mismas actitudes que volvían interesantes a los gatos comunes.

Considerados de mala suerte, apáticos, antisociales y constantemente evitados por su personalidad errática y difícil, los catzul estaban en clara desventaja en comparación a los hecan, los caninos humanizados.

Pero, ¿tal recelo era por su raza, o Jonas tenía algún otro problema?

Capuchino dio un respingo al oír un golpe. Su nuevo amo se había desmayado.

Pasada la medicación, el gato estaba dolorido y tardó un par de segundos en levantarse, mismos en los que el joven mago se reincorporó.

—Ay, ay. Perdón —Pálido, Jonas gimoteó sosteniéndose la cabeza—. Vi... Vi sangre. Me da miedo la sangre, pero ¡está bien! tranquilo —rió de su desliz apoyándose en la cama y simulando plena confianza—. La veterinaria escribió que sería normal ver sangre el primer día, así que estás bien.

«Oh. Sólo eres estúpido». Gian lo miró con ojos de burbuja y la cabeza ladeada ¿Estuvo juzgando mal a su nuevo amo? ¿Su esperanza podía seguir en pie?

«¿Sangre?, buena excusa», pensó Jonas. Se levantó y fue por un vaso de agua a la cocina, la que estaba junto a la habitación. «Excusa que no es excusa», asumió buscando en la alacena. Miró de reojo: la vajilla estaba limpia, podía beber del primer vaso que encontró.

Revisó la nevera para distraerse, hallándola desconectada y vacía.

La verdad, ver sangre sí lo dejó frío de espanto, pero se desmayó por el bufido del gato y sus ojos rabiosos cuando lo limpió. «Antes parecían de caricatura. ¿Cómo se volvieron la viva imagen de Satanás en un instante? ¡Agh!, qué miedo». Sintió escalofríos.

«Será mejor no hacerlo enojar o me va a sacar el alma».

Su infierno recién comenzaba. Seguía darle a Capuchino sus medicamentos.

Tratando de dar una buena impresión, el minino fue valiente, aceptó la jeringa en su hocico y tragó el jarabe, pero... «¿¡No me traes agua, tarado!? ¡Esto sabe a mierda!». Capuchino dedicó una mirada asesina a su cuidador y, abrumado por las náuseas, maulló bajo con esperanza de que le diera agua. Lo que no pasó.

Se atoró.

Se agitó como un muñeco poseído mientras, en pánico, Jonas gritaba sin la menor idea de qué hacer.

Corazón FelinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora