Homofobia: daño injstificado.

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Jonas despertó alrededor de las once de la mañana. Amodorrado dio un par de vueltas en la cama, hallándose solitario. Llamó a su compañero extrañando su compañía, hasta que recordó la triste realidad: Gian estaba en clases.

—¡Ouuh! No puede ser —lamentó haciendo puchero, abrazando la almohada para sentir el aroma del catzul—. Me abandonaste... Quería darte más mimitos.

Mimos, ¿de aquéllos? Claro que sí. Sonrió morboso a ojos cerrados, rebobinado en su mente cada detalle de lo ocurrido durante la madrugada; los quejidos bajos del catzul, su respiración húmeda y necesitada. Su ansiedad y torpeza evidenciaron su nula experiencia. «¡Oh! Seguro nunca besaste a nadie», adivinó el mago presumiendo la fortuna de ser el primero. Enseñar a Gian a aceptar su identidad y amarse a sí mismo lo hacía sentir un héroe, a la vez, llenaba su estómago de revoltosas mariposas.

«Es tan lindo... tan lindo», no podía dejar de pensarlo. Quería volver a comerle la boca, besar y morder su cuello. Y tocarlo, «joder, sé cuánto le gustan las caricias, ¿será que me deja dárselas bajo la ropa también?». La piel suave y perfumada de Gian prometía convertirse en su nueva droga, o así pensaba el grandísimo optimista.

Por sobre cualquier recuerdo, uno en particular lo traía loco. Obviamente fue el momento en que le bajó la ropa. El tacto de su carne erecta, caliente e inquieta, seguía nítido en su sucia mente y en la palma de su mano como si acabara de sentir su palpitar.

Antes del desayuno, antes de levantarse siquiera, Jonas se estaba masturbando. Lo necesitaba más que comer, si no descargaba la tensión acumulada se volvería loco, y aunque mataba por acorralar a Gian contra el muro para darle "mucho amor", mantenía presente que para el complicado chico gato ese tipo de interacciones debían ser nuevas y confusas. Estaba mal presionarlo.

Pero, ¿presionarse a sí mismo?, eso sí podía hacerlo, gozando al fin estar solo en casa y no tener un gato metiche espiando tras las puertas.

En la batería oeste del Castillo de Ange, el dorado en los ojos del vampiro se percibía triste, opaco como una joya olvidada

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En la batería oeste del Castillo de Ange, el dorado en los ojos del vampiro se percibía triste, opaco como una joya olvidada. Ni la más pretenciosa de sus predicciones prometía para él lo que realmente quería. No. Él no cobijaba esa clase de optimismo.

Estaba seguro de que Gian volvería a rechazarlo, incluso si conseguía una oportunidad, esta jamás daría frutos. Percibía que sus almas no nacieron para estar juntas de esa manera. Pero, ¿podía al menos recuperar su amistad? Era lo más hermoso a lo que aspiraba, la escena idílica por la que se esforzaba desde hacía un año, fortaleciendo su temple y las habilidades vampíricas con las que, en un tiempo, podría sustentarse por sí mismo, dejando así de ser una carga para su padre.

Cual fuera el resultado, no concebía una amistad con secretos o mentiras de por medio. Cuando el silencio se hartó, y los ojos nublados hallaron los suyos con curiosidad, tomó aire para revelar lo que, por la magia de La Casa Anwandter, el catzul había olvidado.

Corazón FelinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora