Ángel de sangre

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Regresando a junio del 2003


Construido en el siglo XVII, el castillo de Ange no se amolda al clásico preconcepto europeo, así que borren la elegancia y las princesas, incluso los clichés medievales de sus mentes. Aquí hay olor a mar, fuerte viento, y un sitio arqueológico rescatado de la tierra.

Ubicado sobre un acantilado, ante la extensa desembocadura del río Yuyeog, impresiona más su vista del horizonte marino y sobre el río que su estructura. Los terremotos han tirado gran parte de sus muros, dejándolo abierto por tierra, y aquellos reconstruidos nunca necesitaron mayor altura gracias a su ubicación. El albergue, los almacenes, y a los soldados fueron protegidos de los cañonazos provenientes de los barcos invasores gracias al mismo acantilado bloqueando la vista, y el foso-pasillo, así como la batería a la que se conecta, fueron excavados en la misma roca.

En resumidas cuentas, el lugar es "chato", con amplios espacios abiertos cubiertos de césped... el que poda una llama, por cierto.

Por siglos, el castillo de Ange fue de vital importancia en la defensa de la ciudad principal, río arriba. Su batería apuntaba tanto al océano como al río, limpiando el área de barcos invasores con el apoyo de su hermano, el Castillo de Bitter, ubicado del otro lado de la desembocadura. Incluso los afortunados que consiguieron pasar de ambos no tuvieron mayor suerte, topándose con el Castillo de Enghan, en la bahía de aquel pueblo, y la batería de la Isla Mancera en medio del río.

Junio del 2003. Pleno invierno. El Castillo de Ange era poco visitado, volviéndolo un lugar frío y solitario. Sólo a las escuelas se les ocurría la idea de llevar hasta allá a sus estudiantes, para así enseñarles la historia desde donde fue escrita. Y no, el frío y la inminente lluvia no importaban, los lugareños convivían con ellos sin miedo.

Aquel día cinco adolescentes descendieron por el foso hacia la batería sur, excavada unos metros por debajo de la altura máxima del acantilado. El viento ascendente apenas los dejaba escucharse entre sí.

Dos se refugiaron en el almacén, un estrecho cuarto labrado en la roca. Los otros tres no renunciaron a su curiosidad, caminando entre los antiguos cañones: meditaban sobre la tensión, el miedo y la crueldad de la que el muro sobre sus cabezas fue testigo, pues los agujeros de los cañonazos recibidos seguían ahí, convertidos en nidos de tarantulas y hogar de plantas oportunistas en la actualidad.

¿Cuántos artilleros murieron ahí, recibiendo tiros capaces de descuartizarlos?

¿Cuántos barcos hundidos debían seguir bajo las aguas del río, ante ellos?

No quedaba sangre en la escena, aún así, los chicos tenían los nervios de punta... Idiotas, pronto pensaron en fantasmas.

—No seas tonta —rió uno de los muchachos, dejando los cañones a su espalda para ir con los demás a revisar el almacén—. Los fantasmas no existen.

Corazón FelinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora