Nuestra Guerra

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Un indefinible momento del año 1941

"Cada quien vive sus propias guerras", dijo Jonas alguna vez, aludiendo a que no se debe minimizar los problemas de los demás. El dolor es indeseado en todos sus formatos. Pero...

¿La guerra? ¿La verdadera guerra?

Es fácil hablar de operaciones militares desde la inexperiencia. Solemos pensar en soldados impecables, bien vestidos, armados, de corazón sólido e indolente. Siempre organizados, bien informados sobre cada misión, con una clara estrategia por delante y equipo apto para adaptarlos a cualquier situación. Es lo que nos muestran los desfiles, ¿no? Las fuerzas armadas son el orgullo de cada nación.

Nada más alejado de la realidad.

Los campos de entrenamiento son un mundo completamente distinto a la realidad abierta de la guerra, donde todo espacio de cielo, mar y tierra se convierte en el campo de batalla. La muerte no cae en segundos, sino que atosiga a los hombres para siempre, desde esa primera vez en que dejaron sus hogares oyendo el llamado de la nación... Maldita la de negro, no siempre los lleva por ataque enemigo, sino por el triste mal de "ser humanos", frágiles, y tener más necesidades de las que en las precarias condiciones que la guerra implica se pueden satisfacer.

**Recomiendo discreción: el siguiente relato está inspirado en los testimonios de soldados reales y puede resultar chocante para personas sensibles. Si tal es tu caso puedes saltarlo hasta encontrar a Moncho🐈, mi "gatito de seguridad", para seguir leyendo**.

4:00 AM. Quién sabe donde: los soldados no tenían idea de su ubicación. De su misión. Ni si lo siguiente en sus gargantas sería comida, fuego, o el mismo barro que convertía sus uniformes en costras duras, imposibles de remover sin romper la tela. ¿Una ducha? Apenas contaban con agua para beber, debían conformarse con la lluvia. Y aguantar.

Tenían Miedo. Y más miedo sobre el mismo miedo. El último fuego cruzado se repetía en el subconsciente con alevosía desquiciante: tiros, explosiones, gritos... gritos ciegos por la oscuridad y el humo, inentendibles, pues no existía entrenamiento capaz de enseñarles a guardar silencio en su agonía para que las instrucciones y advertencias de quienes seguían vivos fueran audibles.

Ellos morían. Morían llorando, rogando, clamando a los dioses y, en su mayoría, llamando a sus madres, deseando volver a la inocente ignorancia de cuando dormían en sus regazos.

Victoria y derrota sonaban exactamente igual. Apagado el fuego, no quedaba silencio sino lamentos. Llanto. Desesperación... Y el miedo, en espera de la siguiente contienda.

Un mes después, los sobrevivientes no sabían si realmente oían los motores de vehículos, aviones o tanques enemigos acercándose, tiros o explosiones lejanas a los cuales estar alerta, o si sus mentes jugaban a desquiciarlos. Si oían algo, debían preguntar a los otros.

Llevaban un mes atrincherados en el mismo punto. Incomunicados. Rodeados por la insoportable peste de las masas de carne podrida en las que aliados y enemigos se habían convertido, ya fuera muertos, o vivos, esperando alguna amputación. Oyendo los gemidos bajos de quienes, heridos y vagamente atendidos, rogaban ser hallados para morir o ser enviados a casa. Pero ni la muerte ni la ayuda llegaban. Quizá había otras prioridades en otros lugares, mientras ellos morían con sus heridas infectadas. También por hambre. Frío. Incluso los afortunados que seguían ilesos sufrían enfermedades, especialmente estomacales. Resultaba humillante, no podían bajar la guardia, ciertos terrores no les dejarían tiempo para reaccionar: quitarse los zapatos o bajarse los pantalones para ir al baño se convertían en riesgos imposibles de tomar. Se hacían encima. Fuera por miedo o enfermedad, todo caía, así pasaba. Todos lo notaban. Todos lo sabían, lo veían, olían como el mismo infierno, pero nadie decía nada. No había gracia en el sufrimiento que los desquiciaba, enfermaba y mataba.

Corazón FelinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora