Epílogo.

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Una camilla, empujada por personal médico, entró de forma precipitada y rápida a través de un pasillo con numerosas puertas blancas, que se abren ante el paso ruidosos del chirrido metálico de las ruedas.

Sobre la misma había un joven inconsciente, y un médico, subido, haciendo maniobras de reanimación cardiopulmonar, sudando del esfuerzo:

- ¡Una ampolla de adrenalina ya! -se oye gritar.

Y la escena se pierde entre las salas y pasillos del hospital, con sus suelos con líneas de colores pintadas indicando los caminos, y el alma susurrando como un tormento, que la vida, se puede terminar, cuando menos lo esperas.

El grupo entero se arremolinaba agotado en la sala de espera. Nervioso, aturdido, y cansado. Tai agarraba la mano de Kari con fuerza, sin atreverse a soltarla, sentados en pequeñas sillas de plástico, mientras Matt daba vueltas de un lado a otro:

-Creo que deberíamos llamar a tus padres Matt -se atrevió a susurrarle Sora.

El rubio asintió, con los ojos llenos de lágrimas. Intentó sacar su teléfono móvil y marcar el número, pero no sabía que iba a decirles. Que su hijo menor estaba a punto de morir por qué, ¿porque un payaso asesino le había atacado? El pulso le impedía siquiera poder ver la pantalla con claridad.

-Yo lo hago -le dijo Izzy, quitándole el teléfono móvil.

Vieron otras dos enfermeras correr como locas hacia donde se había perdido Tk encima de la camilla. Se veía un pequeño rastro de gotas de sangre que se perdían entre los brillos de las luces fluorescentes.

El resto de pacientes y familiares los miraban nervioso. Parecía que habían vuelto de una guerra, y ninguno llegaba a los treinta años. Y aunque así era, la guerra que estaban lidiando en ese momento era muchísimo peor. En la que no puedes hacer nada, solo, tener esperanza...


Narrado por Tk. Cuatro años después.**

No, no os voy a hacer sufrir mucho más. No morí aquella noche. No del todo. Quizás fueron unos segundos. Joe lo llamo shock hipovolémico. Veintisiete días ingresado en la UCI. Dos cirugías torácicas, una cirugía abdominal. Hemo-neumotórax. Trece días de intubación y ventilación mecánica. Necesidad de transfusión masiva...No sé, esas cosas de médicos como diría Davis. De haber sido una estocada más arriba, me habría atravesado el ventrículo derecho, y de haber sido más a la izquierda, habría rasgado mi vena cava inferior o mi aorta. En cualquier caso, habría muerto casi al instante. Pero el arlequín no tuvo puntería. No tuvo puntería para nada.

Veintisiete días para el resto, que, para mí, fueron como una siesta larga. Desperté aturdido una tarde soleada de sábado. Sin recordar quien era ni donde estaba. La habitación era espaciosa, llena de cables y de máquinas que no dejaban de pitar taladrándome la cabeza. Pensé que despertar después de aquello en un hospital seria como en las películas. Pero solo notaba un enorme tubo atravesarme la garganta, la sensación de angustia por no tener ni puta idea de cómo había llegado ahí y unas enormes ganas de vomitar.

Cuando por fin pude respirar, y, sobre todo, hablar, me di cuenta de que alguien me cogía la mano.

Kari no se había separado de mi lado en veintisiete lunas. Y volvió a mirarme con esos enormes ojos ambarinos que eran un faro en la tormenta.

El faro.

Empecé a recordar todo un par de días después. Poco a poco. Tuve que explicarles a mis padres tantas cosas... Pero el grupo se mantuvo férreo a mi lado y me ayudaron en esa tarea. Bueno, me ayudaron en absolutamente todo, porque los primeros días estaba tan débil que creo que no era capaz de comerme un yogur yo solo.

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