CAPÍTULO 17: SACRILEGIO

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Allí estaba, sentado a la mesa, sumido en el aburrimiento y la melancolía. Mi padre ocupaba la silla de enfrente, inmerso en la lectura del periódico, apenas tocando su comida. A mi izquierda, mi madre miraba su plato con ojos desalentados, en silencio. Delante de mí, un plato de arroz con carne y una ensalada reposaban sobre el mantel blanco de tela, testigos mudos de la cena sin conversación.

—Hijo, ¿asististe a la iglesia hoy? —preguntó mi padre con expectativa.

—No, no me siento cómodo allí —respondí con hesitación.

—¿Por qué? —insistió mi padre.

—Creen en algo intangible, en algo que no ha respondido a sus súplicas. Piensa en cuántas oraciones se ofrecieron por la señora Margot y, sin embargo, murió sola y enferma. Lo siento, pero no puedo creer en algo que claramente no se manifiesta —expliqué, mientras mi padre se levantaba, golpeando la mesa con ira.

—¡Eres un pagano! Y es culpa de tu madre. Mira lo que le has hecho a nuestro hijo, se ha convertido en un descreído irremediable por tu influencia. Debería pedir que te juzguen y te quemen en la hoguera —acusó mi padre, su voz llena de furia.

—Eres un ignorante, padre. Me voy, he perdido el apetito —dije, levantándome de la mesa.

—¡Ven aquí, pagano! —exclamó mientras se acercaba a mí y me hundía un cuchillo en el brazo, dejando una herida que se convertiría en cicatriz.

El día en que todo cambió, cuando aquellos demonios invadieron el cielo con sus alas descomunales y sus estridentes chillidos, salí de casa, invadido por el terror, huyendo de aquellas criaturas indescriptibles. La iglesia proclamó que era el fin de los tiempos.

—Axel, hijo, ¡ayúdame! —gritó mi padre desde atrás mientras corría. Una de esas criaturas lo había capturado. Me quedé paralizado, observando.

—¡Axel, maldito seas! ¡Arderás en el infierno por esto! —la voz de mi padre se desvanecía en la distancia mientras yo seguía corriendo, perdiéndome lejos de aquel lugar.

Sumido en la oscuridad del bosque cercano, la noche ya había caído. Aquellas criaturas merodeaban, sus pasos resonaban, crujían hojas y ramas bajo sus garras descomunales. Sus siluetas, delineadas por colas largas y ojos rojos, dominaban el área, emitiendo un chirrido que helaba la sangre. Un viento frío sopló, agitando los arbustos, y en ese instante de distracción, aproveché para huir. El sudor frío perlaba mi frente, mi respiración era un torbellino, y corría a la máxima velocidad que mis piernas permitían, el corazón golpeando con el pánico que me consumía. De repente, una de esas abominaciones se materializó ante mí con su grito desgarrador. Giré en seco, buscando otra ruta de escape, y entonces, en la distancia, el sonido de tambores: señal de humanos, una oportunidad para buscar ayuda.

La luz de la fogata estaba cerca, casi podía sentir su calor. Pero las criaturas aún me perseguían, sus chirridos llenando la noche.

—¡Ayuda! —grité con desesperación.

De repente, un impacto brutal me derribó al suelo, acompañado de un gruñido feroz.

Al abrir los ojos, un ardor invadió mi cuello. Al tocarlo, mis dedos encontraron una cicatriz desconocida. El aire cálido me rodeaba, y el sonido constante de una cascada llenaba el ambiente, junto con el canto de las aves y el susurro de las hojas. Me incorporé lentamente, y lo que vi fue un santuario natural: rocas, árboles y una imponente cascada. Bajo mis manos, la tierra se sentía fresca y fértil. ¿Qué lugar sería este?

En ese instante, un imponente lobo gris de aproximadamente dos metros se aproximó. Sus ojos amarillos brillaban mientras gruñía y exhibía sus afilados dientes. Con su larga cola y fuertes patas, era la viva imagen de la fuerza salvaje. Al mirar a mi alrededor, me di cuenta de que estaba rodeado por toda la manada.

De repente, el lobo comenzó a erguirse, adoptando una forma humana, al igual que los demás miembros de la manada. Confusión, miedo y asombro se entrelazaban en mi mente; era incapaz de procesar la escena ante mis ojos. El rugido de la cascada se intensificó, al igual que los sonidos de la fauna del bosque, mientras un viento poderoso agitaba las ramas de los árboles. Allí estaba, tendido en el suelo, frente a la imponente figura que parecía ser el líder del grupo.

—¿Quién eres? —pregunté con una mezcla de curiosidad y cautela.

—Soy Alexander. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas? —respondió él con una voz que denotaba una calma autoritaria.

Bajo la Luna Ensangrentada

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