Una estrella fugaz

108 11 14
                                    



Dentro de circunstancias ordinarias, Matthew, era el primero en volcarse estricto en cuanto a no romper el protocolo de acción en ninguno de sus procedimientos, y mucho menos en situaciones de emergencia, su estilo era apegarse a cada lineamiento y seguir cada uno de los pasos con la misma devoción que un fraile cumple con sus votos, pero esta era una excepción a la regla, en la que reaccionaba por instinto, de forma automática desecho varias de las normas vitales ante un accidente.

"No mover a la víctima de un accidente" "Esperar hasta que los camilleros y el enfermero de primeros auxilios llegaran".

Cada uno de esos procedimientos que fueron labrados con cincel en su cerebro; quedaron relegados.

Ahí de cabeza, atrapado por el cinturón de seguridad, daba la sensación de que los sonidos se agudizaban, arañando las paredes de sus tímpanos, en un inicio confundió el golpeteo constante de las primeras gotas de lluvia que se impactaban con la carrocería de su camioneta llantas arriba, con una posible fisura en el tanque de gasolina, se imaginó un goteo constante formando un charco, con el que sería cuestión de arrojar la colilla encendida de un cigarro, una chispa furtiva para que se rostizara vivo, el par de botas negras del conductor del tráiler, aparecieron frente a la ventanilla estrellada, lo impacto con el haz de luz «Esto es todo lo que encontré», pero, deberán servir, dijo al ponerse en cuclillas, y entregarle unas tijeras.

Matthew, debió estirar el brazo, aprensó las tijeras en su mano y con la desesperación por ir a revisar a Robín, apresurado comenzó a cortar su cinturón que quedó atascado, «dejándolo adherido como un bicho a una telaraña».

Sí bien era evidente, que esas tijeras no eran para cortar una tela tan gruesa como de la que estaba hecho el cinturón, debió conformarse e ingeniárselas, cortaba avanzando con lentitud, aunque el sentido de prontitud tiraba de forma agónica, no debía caer en la exasperación o terminaría por romper las tijeras, cuando estaba por lograr zafarse, los últimos ligamentos de la tela se desprendieran con un crac, cedieron a su propio peso, tirando hacía abajo, la gravedad, lo liberó.

Su espalda impacto de lleno contra el toldo de la camioneta, sin tiempo de reparar en el dolor, se giró, esquirlas de los vidrios rotos de las ventanillas se clavaron en sus manos, por impulso y como una manera de protegerse, optó por apoyarse con los antebrazos cubiertos por su camisa en posición «pecho tierra», se arrastró, hasta el asiento de Robín, donde el chico, envuelto en la cazadora azul, pendía como una oruga dentro de su capullo, sujeto por el cinturón de seguridad.

Sin tiempo que perder y con toda la tensión puesta en las cervicales de su cuello, abrió el cinturón, el cuerpecito de Robín descendió, lo envolvió en sus brazos y sin poder adoptar otra posición en la que cupiera con el chico en los brazos, con los asientos a unos centímetros de su cabeza, se acomodó de costado, un ruido como de uñas de perro rascando una puerta, hizo que sus ojos se lazaran nerviosos buscando en todas direcciones, hasta ser absortos por esa figura, allá a media carretera, se hizo tangible entre las cuarteaduras del parabrisas trasero; quizás fue por la infinidad de líneas que diseccionaban el cristal, que de primer momento, le costó convencerse de la posición que ese ser adoptó, afinó la vista perplejo, el grito que estuvo a punto de lanzar, quedo ahogado en su garganta, era pavoroso:

Avanzaba a cuatro patas, con la espalda virada, formando un arco, «humanamente imposible», las palmas apoyadas sobre el pavimento, los antebrazos volteados hacía el frente en un ángulo que solo le sería posible a un arácnido, el sonido de sus uñas rasguñando a cada uno de sus movimientos, todo aquello era demasiado para la mente racional de Matthew, sintió que colapsaría, todo su mundo se desintegraba.

La Cuna el finalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora