La fiesta de Matthew IV

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DOS AÑOS ATRÁS.

La primera vez que vi a Ernestine Hopkins, fue en el despacho del director, su esposo, un dato que me sorprendió, no era difícil notar que ese ancestro de la medicina, le doblaba la edad. Después sentado ahí a la espera de que el Director Jhon Hopkins, saliera de una de sus interminables juntas para sermonearme, reparé en sus largas piernas contorneadas, usaba medias y una falda de tubo que cuando se subió a un banco para bajar unos libros me dejo con el aliento paralizado, debió sentir mi mirada porque volteó y me sonrió «como si fuera un niño que descubren a mitad de una travesura», desvié la mirada y me sonroje, a diferencia de lo que Adán puede especular, no me he acostado con tantas mujeres, solo sucede que soy algo bocón, en ese entonces ni siquiera sabía besar, y lo más cerca que había estado de una mujer desnuda era con mis revistas playboy, Ernestine, dejo sus labores para sentarse a mi lado, notó que me mordía de forma repetitiva el labio inferior, se percató de que estaba nervioso «Te has metido en líos», me preguntó. Y en breve me vi contándole toda mi historia, cosas que a nadie le había dicho, fui sincero, ni una sola mentira salió de mis labios, de hecho, a ella nunca pude mentirle, me descubría de inmediato, fue paciente y me aconsejo, además de darme unos cuantos tips, para que mi estancia en ese sitio fuera pasadera. Me encontraba en una transición entre el hijo perfecto que fabriqué para mis padres y el nuevo Marcus, que se rebelaba y los odiaba por igual, por enviarme a ese sitio sin haber hecho nada para merecerlo, por divorciarse, por deshacerse de mí, sobre todo ese enojo, construí mi nueva personalidad.

En mi soledad, la Miss Ernestine, se convirtió en la única persona que me escuchaba, me entendía y siempre tenía tiempo para estar conmigo, todo inicio de una forma inocente, por lo menos por mi parte, creí estar perdidamente enamorado de ella. No mentiré, el sexo fue increíble en un inicio, cada encuentro me develaba un poco más de cuanto placer podía experimentar, su simple tacto me excitaba, me esforzaba por alargar el cariz apasionado de cada uno de nuestros encuentros, su madurez y experiencia conjugado con mis bríos y disposición, me llevo al asombro de experimentar placer, en los rincones más inhóspitos de mi cuerpo, que nunca me imagine eran susceptibles al erotismo.

Caminaba entre nubes; un día uno de mis compañeros me detuvo en los baños y compungido «eres su nueva mascota», no era una pregunta sino una afirmación «ten cuidado, al principio todo parece perfecto, pero cuando menos te des cuenta, las cosas se pondrán feas para ti y cuando quieras dar marcha atrás, ya no hallaras como salir de sus garras».

No dije nada, no hice nada. Por supuesto, no se lo mencione a Ernestine, me convencí de que solo eran celos de mis compañeros y calumnias, por que sobre todos los demás fue a mí a quien eligió.

Por desgracia, me equivocaba. El cambio fue paulatino, lo expuso como una nueva experiencia de una sola vez, que me hizo reír de forma tímida, sin predecir que no era más que el primer escalón al descenso de sus fantasías retorcidas, no negare que los trajes negros de piel atrevidos que usaba no me prendían, por supuesto que hacían que las piernas me flaquearan y mi miembro despertara, al final seguía llegando al orgasmo, pero la magia se marchó, Ernestine ya no era lo misma, se convirtió en una desconocida que su placer se centraba en hacerme sentir inferior, pequeño, sometido, lo que empezó como un juego, se convirtió pronto en la constante, la evitaba, me le escondía, pero en el Instituto Hopkins, era imposible, siempre terminaba por encontrarme, comencé a tenerle miedo, si por patético que suene, «un hombre que le teme a una mujer», pero Ernestine, tenia el poder de doblegarme, de convertirme en su esclavo y sus juegos cada vez subía mas de tono, cuando se lo dije, que se terminaba, que no quería seguir con lo nuestro, se rio como si acabara de contarle el mejor chiste, «tú no decides cuando se termina esto», respondió de forma lasciva.

Esa misma tarde le llamé a Meredith, llorando, le inventé que eran muy estrictos en el Instituto, que me educaban al estilo de Matthew, solo que, con un fuete, en cierta parte no mentí, no del todo, porque entre las vejaciones de Ernestine, ya le estaba entrando el gusto por azotarme, en su afán de guardar las apariencias mi madre, actuó como me lo esperaba, no enfrentó al director, no quiso hablar con él y confirmar que lo que le decía fuera cierto, solo inventó una excusa. Hasta la fecha no sé qué tan quebrado debió escucharme, que en menos de una hora yo ya estaba arriba de su auto rumbo a su casa con ella y Darren.

La Cuna el finalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora