Oliver Matthew
Esa mañana, arrebujado dentro de las cobijas deliberaba entre levantarme o procurar conciliar el sueño de nuevo «evadir la realidad por un par de horas más, era tentador».
En definitiva, estos días, se unía a la pequeña lista de días bizarros en mi vida: experiencias que parecían sacadas de una fusión entre lo absurdo y lo surrealista.
«Y, por si fuera poco, perdí el control de mí mismo».
Sé que pensar que se puede tener el control de todo es una ilusión, sin embargo, fui educado para ser el sostén de una familia, la cabeza, el proveedor, y cuando me di cuenta de que Meredith, no les prestaba atención a mis hijos, debí ser también el que educa y los corrige «eso de ser cariñoso», me nació, no fue algo que me enseñaran y estoy seguro de que el hecho de que anoche mi padre me abrazara fue lo que me desbalanceo.
Eso no era propio de él.
Abrirme y expresar sentimientos era algo que me costaba, con trabajos, empezaba a confiarle en nuestras pláticas a Helen, episodios dolorosos o anécdotas de juventud, a retomar mi amistad con Tyler y debo reconocer que incluso con ellos, era cuidadoso de no bajar mis murallas.
Aprendí que era sano que mis hijos expresaran sus sentimientos y cuando necesitaban llorar, no los reprimía, porque los seguía viendo como unos chicos, pero en cuanto a mí, era un hombre, eso de demostrar los sentimientos era impropio.
Peor aún quebrarme frente a alguien más, y ni hablar de llorar como lo hice, sin importar que tan solo fueran unas lágrimas y que rogaba que, al tenerlo a mi espalda, Arthur, no se hubiera dado cuenta, un comportamiento de ese tipo era razón de vergüenza, una debilidad imperdonable para mi ego.
De repente, entró con charola en manos.
—Despierta Oliver, te he traído el desayuno —la depositó en la mesa y la atrajo hacia mí.
«Fantástico, exactamente la última persona a la que quería ver, mi padre».
El aroma del café me hizo girarme sobre la cama. El movimiento intempestivo hizo que el dolor subiera desde mi coxis e irradiara en los huesos de mi cadera.
Achiqué los ojos —Gracias a ti, me duele el trasero —le reclamé al sentarme.
—Exagerado, si solo fue una nalgadita.
Lo miré ceñudo.
—No por eso. Sino por la caída —espeté.
—Lo sé. Solo bromeaba. Ah y te aclaro, que lo de la caída fue cosa tuya por jalonearte —entornó los ojos con su pose analítica —Si te sigue doliendo por la tarde será mejor que te saquemos esas radiografías que ayer por necio no quisiste que solicitara.
—¿Vas a seguir tratándome como a un chiquillo? —le repliqué.
—De acuerdo, como prefieras, solo me preocupo, se lo desidioso que llega a ser uno como médico con su salud, una incongruencia de nuestra profesión; cuidamos de otros, pero somos los primeros en descuidar nuestra propia salud, no lo sabré yo —dijo pensativo.
—En cuanto a lo de ayer, te agradecería si hacemos como si nada de eso hubiera pasado, ¿sería posible? —dije esperanzado en dejar el tema atrás.
—Oliver de cuando acá tanto drama por una nalgadita o te refieres a que lloraste.
La vergüenza, me subió por las mejillas en una onda de calor. Al constatar que se había dado cuenta.
—¡De cuando acá! Es que se te olvida que soy un hombre de cuarenta y tres años, recuerdas lo que me decías cuando era un adolescente: cuando tengas tu casa, tus hijos y seas un adulto de bien, te trataré como a un hombre, pues déjame decirte, que lo que hiciste ayer fue humillante, porque por si no lo has notado ya soy un hombre y no por estar en esta situación eso va a cambiar, no te vas a imponer sobre mí, porque por muy mi padre que seas no lo permitiré.