Omega

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Ser diferente no es fácil.

Tratar de encajar en un lugar al que no perteneces, repleto de gente que no conoces, con costumbres  que ni siquiera entiendes, siempre es complicado; más aún si se trata de una de las Reservas de Animanos más grandes del país. Pero no tuve otra opción después de que el General Copper me mandara directo a «La misión de mi Vida».

—Adéntrate en la Reserva, descubre dónde está el grupo rebelde y vuelve con toda la información posible —me dijo, como si fuera algo sencillo.

—¿Y por qué cree que van a confiar en mí, señor? —le pregunté.

—Es evidente, Jimin: porque eres uno de ellos.

Uno de ellos… Sí, físicamente, puede que yo fuera un animano, pero llevaba toda mi vida en la  sociedad beta y no tenía ni la más remota idea de otra cultura que no fuera la suya. Estaba totalmente integrado y jamás había tenido ningún tipo de conexión con otros omegas. Había visto alguno, por supuesto, pero entre los animanos que vivían en la gran ciudad, existía esta especie de acuerdo tácito y silencioso de ignorarnos mutuamente. Ya era suficiente raro que nos vieran solos, como para, aun por encima, juntarnos.

Así que solo estaba yo, desde que tengo memoria: un pequeño y solitario animano con unos adorables bigotitos y una cola peluda y larga que llamaba demasiado la atención. Siempre les sorprendía mucho a los betas, que la miraban balanceándose tras de mí y me hacían las mismas estúpidas preguntas:

¿Es incómoda?
No sé. ¿Te parecen incómodos tus brazos y tus piernas? Porque entonces sí. ¿Por qué es tan larga?

No es lo único largo que tengo…
¿Es tan suave como parece?
Lo es.
¿Puedo tocarla?
No. Nunca. Jamás de las jamases.

Ahora me encanta mi cola peluda y anillada, es un gran tema de conversación para romper el hielo; pero no siempre fue así. De pequeño, me ponía de los nervios que la miraran sin parar, que tiraran de ella o se rieran constantemente, tratándome como a una especie de monstruito. «Jimin el Lemur», me llamaban. Los niños beta y su imaginación rompedora y original…

Sin embargo, a veces, lo simple es lo más efectivo.

En la escuela empecé a acostumbrarme a enrollar la cola alrededor de la cadera y a cubrirla con la cazadora o la camiseta. Así solo parecía que tenía bastante barriga y las caderas demasiado anchas, lo que seguía siento mejor y más discreto que un rabo de dos metros de largo balanceándose a mis espaldas. Eso me facilitó mucho las cosas. Entonces los betas solo se fijaban en mis largos bigotes, preguntándome si era una especie de «ratón rubio», porque era demasiado pequeño, enclenque y asustadizo por entonces.

—Sí, soy un ratón —les decía siempre antes de sonreír, fingiendo que mordía alguna especie de fruto entre las manos como lo haría un roedor.

Con el tiempo, te acostumbras a reírte de ti mismo, de lo extraño que eres y de las cosas que te diferencian de los demás. Bromeas porque estás cansado de irte corriendo a llorar y de esconderte; bromeas porque no puedes luchar contra todo el mundo todo el rato; bromeas porque, si lo haces, al final deja de doler. Así que, en resumen: aprendí a sobrellevarlo, pero no tuve la mejor ni la más sencilla de las infancias entre los betas.

Siendo sincero, crecí creyendo que la mayoría eran imbéciles y crueles; pero todo cambió cuando llegó la adolescencia y mi primer Celo, entonces las cosas tomaron un rumbo muy diferente.

La pubertad de un animano no es muy diferente a la de un beta, al menos, en lo básico: las hormonas revolucionan por completo tu cuerpo y lo transforman para siempre, te crece pelo por todas partes y empiezas a experimentar emociones que, hasta el momento, no sabías que existían. Sin embargo, en los animanos estos cambios son mucho más intensos y, diría que hasta radicales. En apenas unos meses doblé mi altura y mi tamaño, me volví mucho más activo, mucho más fuerte, mucho más
rápido y, por supuesto, mucho más oloroso.

Aún recuerdo la clase «especial» que nos dieron en el instituto sobre el tema, a mí y a otro omega con pequeños cuernos de cervatillo que trataba de ignorar mi presencia en el aula con todas sus fuerzas.

El orientador nos puso a ambos un vídeo en una pequeña pantalla de televisión y después se cruzó de brazos, a la espera de que no le hiciéramos preguntas que él no podía ni sabía responder. El documental, producido por el departamento de salud pública del gobierno, se titulaba: «Omegas: ahora que eres adulto».

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